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Misericordia

El justo ajusticiado

  • En la Cruz, que hoy lo desplaza todo, debemos ser capaces de descubrir la dulzura de Cristo.

CRISTO, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Fil. 2,6-8).

La Cruz es signo de contradicción (escándalo y locura que dijera el Apóstol) y símbolo de nuestra fe. Verla de tan diferentes formas en nuestras calles, cargada penosamente camino del Calvario, en el momento de ser levantada, convertida en altar que sostiene al Dios vivo o como madero del que pende o se retira el cadáver de un hombre maltrecho, no puede dejar de clamar en lo más hondo de nuestras conciencias. Esa Cruz que por todos nosotros tomó y que tanto le hizo sufrir, independientemente de su presentación plástica, debe golpear nuestro corazón para que despierte y se abra a nuestros hermanos como el suyo nos acogió a todos.

A lo largo de nuestra Semana Santa hemos visto muy diversas escenas de la Pasión. Desde la Cena hasta la culminación de la entrega de Jesús clavado en la Cruz. Hemos visto a Cristo solo o con sus discípulos o con su Madre. Hemos visto el dolor de María que le traspasaba el corazón y la dulzura con que acoge a su Hijo. Hemos visto cómo nuestro pueblo sabe representar, a través de sus palios, toda la hermosura, la armonía, la belleza y la gracia de la creación. Pero hemos de profundizar más, hemos de intentar que esta representación se convierta en una realidad en nuestras vidas, que no sólo la veamos sino que, al mismo tiempo, la vivamos. De lo contrario no tiene ningún sentido tanto esfuerzo y todo quedaría en apariencia vana.

Pero hoy es Viernes Santo y la Cruz lo desplaza todo. Nuestros sentidos y nuestra sensibilidad religiosa y estética han sido exaltados, removidos, exprimidos en medio de las bullas que acompañan a nuestras cofradías, cuando vemos, extasiados, las imágenes de nuestra devoción. La Semana Santa nos ha alterado y sacado de nuestras rutinas y ahora lo vemos todo con otros ojos. Pero ello nos sitúa ante un radical dilema que puede marcar nuestra vida religiosa y nuestra existencia: Quedarnos ante una hermosa experiencia piadosa y estética que repetimos cada año o afrontar el momento de mirar nuestra alma y descubrir en ella, anonadados, "el templo vacío" en el que resuena la voz de Dios y ver "la luz sin mezcla" que viene del Dios Crucificado.

Cristo en la Cruz es el más radical mensaje de igualdad y fraternidad que jamás se haya escuchado en la historia de la humanidad. Todos tenemos nuestra cruz. El sufrimiento moral y físico, las limitaciones espirituales y materiales, en mayor o menor medida, nos acompañan a lo largo de nuestra vida y nos atormentan, por no hablar de quienes hoy sufren opresiones o privaciones inimaginables en no pocas partes del mundo. Pero en la Cruz de Cristo nos hacemos hermanos en Cristo. Por muy atroz que sea su existencia, viendo este Cristo torturado y crucificado, abandonado y ultrajado, el más sufriente de los hombres verá en estas imágenes a otro Hombre que sufre no menos que él mismo. Y ese Hombre sufriente es Dios. Así, su dolor es el dolor de Dios.

Arremolinados con emoción en cualquier rincón de nuestra Semana Santa, si somos capaces de romper la dureza de nuestros corazones y sentirnos hermanos de nuestros hermanos, podremos ver cómo, en la Cruz, Jesús se nos revela "con una dulzura y una plenitud sin medida… que desbordan y fluyen con una plenitud y dulzura ricas y superabundantes con todos los corazones que son capaces de recibirlas". Porque, como nos dijo el discípulo, "Dios amo tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el que cree en Él no muera, sino que tenga Vida eterna"(Jn. 3,14). Que este Viernes Santo seamos capaces de detenernos a ver y descubrir en la Cruz la dulzura de Cristo que nos convierte y nos hace verdaderos hermanos de nuestros hermanos y, así, tengamos Vida.

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