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Los panes y los peces

Maria Saakyan

  • Una aproximación a la cinesta, fallecida hace ahora tres años y autora de películas como ‘El faro’, en la que cada elemento se ha tratado con tanto esmero que se ha convertido en imprescindible

La cineasta rusa Maria Saakyan (1980 – 2018).

La cineasta rusa Maria Saakyan (1980 – 2018). / M. H.

Películas hay muchas, demasiadas. Vivimos en la era del entretenimiento, con multitud de plataformas digitales repletas de productos que las redes y los medios ponderan sin descanso y, muchas veces, sin pudor. No hay bastante aburrimiento, gregarismo ni onanismo en esta parte del mundo para engullir tanta oferta, para digerir tanta obsolescencia programada. Así que uno se cansa, se embrutece, y termina viendo con indiferencia, con descreimiento, hasta las obras que merecen la pena, las que le gustaría recordar, o revisando el catálogo de un videoclub online durante horas sin atreverse a escoger por temor a ese vacío peculiar que nos deja en el alma un encuentro frustrante.

Así andaba yo hace unos meses cuando un amigo cineasta, Jonás Trueba, me habló de Mubi. “Creo que merece mucho la pena suscribirse”, me dijo, “es más parecido a un cine. Solo hay 30 películas. Cada día suben una y quitan otra; es más asequible y a la vez más exigente, y la selección de cine contemporáneo y clásico me parece de las mejores”. 

Tenía razón. Hasta el momento, no he visto una sola película del catálogo de Mubi que no me haya parecido, cuando menos, interesante. Además, he podido volver sobre la obra de algunos de mis directores favoritos, como Serguéi Paradjanov o Satyajit Ray, y disfrutarla en una calidad de visionado óptima. Pero si algo le agradezco a este portal es que me haya descubierto a directores y directoras como Amit Dutta, Pelin Esmer y, sobre todo, Maria Saakyan, cuyo primer largometraje, Mayak (El faro), estrenado en 2006, me devolvió el cine tal como lo concebían Tarkovsky, Dreyer o Bresson: como un arte capaz de producir obras a la altura de los más grandes logros artísticos de cualquier época en cualquier disciplina.

Pensé en lo mucho que me gustaría conocerla, escribirle; no imaginé que hubiera muerto

La historia que se nos cuenta en El faro es sencilla, casi típica, pero al modo de los sueños y los cuentos populares, donde el punto de vista psicológico se suprime en favor del folclórico -apenas sabemos nada de los personajes en tanto que individuos particulares, aunque lo sepamos todo de ellos como colectivo, como memoria viva- y donde las sensaciones de plenitud se funden constantemente con el miedo, la ruina y la violencia. Lo sintetiza muy bien Casiana, la vieja tía de la protagonista, Lena, mientras cura en el huerto los árboles frutales y le cuenta a su sobrina -que ha vuelto allí, a la aldea donde pasó su infancia, y no puede coger un tren para marcharse porque se lo impide la guerra-: “Una vez, de niña, soñé que era un árbol. Me angustié muchísimo al ver que no podía moverme. Pero entonces me di cuenta de que moverme no era necesario, pues el mundo entero estaba y se movía dentro de mí”.

Con un talento absoluto para la composición de los planos y para el montaje, como lo demuestran las epifanías estéticas que construye a partir de imágenes de archivo, Saakyan levanta un canto a lo irreparable -el río que trae los cadáveres de los soldados caídos en el frente, los cristales que Casiana rompe en las ventanas de su propia casa con un mazo para que los ladrones vean que allí no hay nada que robar, la muchacha muerta de cáncer y su madre anciana que la llora por los caminos- y a lo indestructible -el tonto del pueblo, un larguirucho al que llaman Maradona, hurtando pan para dárselo a los niños, las vecinas ancianas serrando un tronco, el grupo de familiares y conocidos cenando y bebiendo, felices, en la casa semiderruida, o almorzando serios, pero juntos, al aire libre, en un banquete funeral-; un organismo vivo donde todo -desde el más mínimo gesto a la más mínima nota musical- se ha tratado con el mismo esmero hasta que se ha convertido en imprescindible.

Su estilo es fruto de un diálogo constante con los maestros del cine soviético. Saakyan esculpe el tiempo, como Tarkovsky, pero con un cincel más ligero, más nervioso. Sus imágenes están llenas de potencia visionaria, como las de Paradjanov o las de Dovzhenko, pero también de dulzura y de hospitalidad. Sus movimientos de cámara son tan audaces como los de Kalatozov, pero menos artificiosos. Y su puesta en escena es tan viva como la de Kusturica, pero menos estrafalaria.

Cuando acabé de ver El faro pensé en lo mucho que me gustaría conocerla, escribirle, contarle cuánto me había conmovido su película, hablarle de la afinidad que sentía con su manera de narrar. Imaginaba que sería joven -y lo era, en efecto, pues según la ficha biográfica que encontré en la red había nacido en 1980- pero no imaginé que hubiera muerto, un 28 de enero, hace ahora tres años, con treinta y siete. Busqué entonces alguna entrevista, para oír su voz, para ver sus gestos, y encontré una en la que le preguntaban por el porqué de su estilo. Ella, con un profundo orgullo de artista y una profunda humildad humana, contestaba: “mi estilo es así, como mi pelo es como es, como mis brazos, mis ojos”. Y me acordé de la escena en que Lena y Casiana están sentadas a la mesa de la cocina, poco después de su reencuentro, y se miran a los ojos, cogidas de las manos, y se lo cuentan todo sin abrir la boca; de cómo tiene uno la certeza de que siguen ahí, en la misma posición, sin dejar de mirarse, de decírselo todo sin abrir la boca, cuando destella la lámpara y se va la luz.

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