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Los panes y los peces

Vidas desechables

  • La distopía también consiste en sugerir, como hizo Auden, que no nos libraremos de nada: que nuestra compasión se dirige, la mayoría de las veces, únicamente a nosotros mismos

Anthony Hopkins, en una escena de la película de Florian Zeller ‘El padre’.

Anthony Hopkins, en una escena de la película de Florian Zeller ‘El padre’. / M. H.

En El mar y el espejo, el gran poema dramático que W. H. Auden escribió en su etapa de madurez inspirándose en La tempestad de Shakespeare, Próspero le dice a Ariel que la vejez, a pesar de ser tan perversa como la juventud, parece más juiciosa porque los jóvenes creen todavía que se librarán de todo y los viejos saben demasiado bien que no se han librado de nada.

Son palabras certeras, nacidas del puro sentido común, ese menospreciado -por lo común- sentido que Auden sabía combinar como nadie con un deje ominoso, unas gotas de fatalismo trágico, para armar versos inapelables en los que no es difícil reconocernos tal como en verdad somos: seres desnudos y desorientados, incapaces de salvarse por sus propios medios, al menos mientras existan la enfermedad y la muerte.

Y porque existen, y atentan contra nuestra elevada concepción de nosotros y contra las ilusiones del deseo -que son la base del consumo-, desterrar la vejez, la enfermedad y la muerte, expulsarlas de los barrios turísticos de la existencia y arrumbarlas en los arrabales para que no perturben, con su reproche implícito, la libre circulación de sangre joven constantemente renovada, es uno más de los productos que oferta el sistema, una más de sus utopías virtuales desde el punto de vista tecnológico, e irreales desde el punto de vista de las antiguas personas.

Pero esta diferencia carece de importancia, pues no hay, en rigor, una realidad real y otra virtual. Y no porque todo se haya vuelto líquido, como apuntaba Bauman, sino porque la realidad no es más que un pacto, una fantasía compartida, un acuerdo que nos da seguridad y nos permite cooperar para construir un relato común, un vínculo, un sentido que afecta tanto a las leyes de la física como a las de la metafísica.

Todo es verdad, porque es inevitable, pero todo es al mismo tiempo un gran ‘deep fake’

Lo que sí tiene importancia -por el sufrimiento que produce y los peligros que entraña- es la pérdida de vigencia de los pactos: que se rompan de repente, sus sustitutos no sirvan, los únicos sentidos que logremos encontrar sean amenazadores, y nos veamos obligados a huir hacia delante -presas de la ansiedad, obsesionados con no perder nuestra autonomía, demostrándonos sin parar lo despiertos y eficaces que seguimos siendo- para negar que nos hemos quedado solos frente a lo incomprensible, frente al vacío, como se va quedando irremisiblemente el personaje que interpreta Anthony Hopkins en El padre, la película de Florian Zeller sobre la demencia senil.

El padre podría ser, sin más, un buen drama, con unas interpretaciones brillantes del propio Hopkins y de Olivia Colman, sobre la carga que representan los ancianos para sus familiares cuando pierden la cabeza, sobre los sentimientos encontrados de quienes se ven ante el deber de cuidarlos y el derecho a no hacerlo, sobre los problemas derivados del aumento de la esperanza de vida en una sociedad repleta de vidas desechables. Podría ser una película inteligente de un director hábil que, al mostrarnos el deterioro mental desde dentro, desde el punto de vista de quien lo sufre, con un guion sin fisuras y un planteamiento próximo al thriller, consigue arrastrarnos a una experiencia intensa, dolorosa e inquietante. Pero hay algo más. Lo que nos invita a identificarnos de un modo tan imprevisto con el anciano no es solo su lamentable situación, no son únicamente sus ataques de pánico ni su desconcierto. No es a causa de nuestra empatía, o del recuerdo que guardamos de nuestro padre o de nuestra abuela por lo que nos afecta tanto, sino por el realismo con el que se plasma en la película la realidad hecha añicos, el pacto roto con los semejantes, con el espacio y el tiempo. Nunca llegamos a distinguir, como espectadores, lo verdadero de lo falso. Todo es verdad, porque es inevitable, pero todo es también un gran deep fake. Zeller nos planta delante de los ojos nuestro terror al futuro, la inutilidad de nuestro pasado y las amenazas de nuestro presente, es decir, una distopía en toda regla.

De manera que no hacía falta recurrir a la ciencia ficción -ni a la política ficción- para canalizar nuestra incapacidad de comprender nuestra época, para enfrentarnos a lo lábil de nuestra identidad, nuestra memoria. Bastaba -qué sencillo- con meterse en la mente de un viejo, uno de los muchos que se mueren a diario en nuestros geriátricos de patologías previas, de pena o de pura deslocalización. Solo que esta distopía no consuela, como las otras, con su propio antídoto, el de que siempre es peor lo imaginado que los hechos. Aquí, la imaginación y los hechos coinciden para sugerirnos, como los versos de Auden, que no nos libraremos de nada; para indicarnos que nuestra compasión se dirige, la mayoría de las veces, solo a nosotros mismos; para contrarrestar un poco, en suma, ese optimismo antropológico tan grosero e irritante del que hacemos gala todo el tiempo con nuestras metáforas bélicas, nuestra concepción heroica de la vida y nuestra muy sentimental indiferencia.

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