De libros

Amón y pedagogía

  • Poeta, narrador, periodista y crítico de arte, el autor de 'Alba que bala' fue un humanista de encendida oratoria.

Allá por los penúltimos años constituyentes se puso de moda una palabra, desencanto, al calor de una conocida (y algo pesada) película sobre los hermanos Panero, que venía a resumir el espíritu que, tras el estallido de ilusión e incertidumbre que trajo el fin del franquismo, se había apoderado de los españoles al conocer en qué consistía la ansiada política y ver que, luego de tanta espera y víspera, la cosa no era para tanto. Ese desencanto fue sacudido por el esperpéntico golpe de estado de Tejero y de repente los españoles recobraron el entusiasmo. Ese nuevo encanto trajo la aplastante victoria electoral socialista (y no al revés, conviene recordarlo, y que lo recuerden quienes ahora pretenden encauzar políticamente los nuevos desencantos) y dio un crédito y un margen de confianza y actuación a aquel gobierno que no ha vuelto a repetirse en ninguno más. En ese clima de encantamiento surgió una emisora de radio, Antena 3, que atrajo en pocos meses a miles de oyentes, gracias a la viveza de programas como los de Antonio Herrero (discreto locutor y periodista incisivo que acabó siendo demasiado canino), Miguel Ángel Nieto o Balbín y, sobre todo, merced a sus innovadoras tertulias. En ellas participaba a menudo un personaje que en esos años se hizo tan popular que era llamado desde pueblos y ciudades para pregonar fiestas, inaugurar cursos y dar conferencias: Santiago Amón.

Santiago Amón tenía el don de la palabra, la capacidad de hacer eso que antes se llamaba literatura oral. De voz potente, grave y modulada, en aquellas tertulias radiofónicas de a veces sólo dos o tres contertulios (el cineasta Garci tenía un programa los sábados, de madrugada, y él y Amón se bastaban para hablar dos horas sin aburrir) Amón desplegaba un saber tan inmenso que sus participantes sólo podían escucharlo con admiración (y eso con contertulios como Martín Ferrand o Márquez Reviriego). Nadie recitaba con igual soltura capítulos del Quijote y poemas, desde Berceo hasta Alberti, y textos raros y variopintos. Nadie era capaz de hablar sobre las esculturas de Calder o del por entonces no muy difundido Oteiza, sobre las labores del tabaco en Cuba o sobre el gesto de Sindelar en aquel partido de fútbol ante los jerarcas nazis. Manejaba idiomas (recordaba un texto en latín con idéntico desparpajo que citaba a Baudelaire o a Montale en sus francés e italiano originales) y conocimientos sin tenerse por ninguna autoridad ni desde ninguna superioridad o púlpito, antes bien desde la llaneza de quien quiere compartir su saber, porque sabe que éste de nada sirve si se guarda y no se transmite. No pontificaba, esa costumbre tan arraigada en cierta intelectualidad española del siglo XX, quizá porque había huido del púlpito a tiempo.

Nacido en Baracaldo el 20 de mayo de 1927, hijo de palentinos emigrados, desde 1939 vivió entre las que fueron sus dos ciudades: Palencia (siempre recordaba que Unamuno llamó a su catedral "la ilustre desconocida") y Madrid (fue, con Luis Carandell, uno de sus mejores conocedores e ideó la bandera de la comunidad autónoma madrileña, ese contrasentido administrativo). Dada la escasez de medios de sus padres y su afán por saber ingresó en el seminario para poder estudiar. De entonces le quedaron la disciplina y el placer del estudio, el dominio de las lenguas clásicas y cierta impregnación en su oratoria, tan peculiar, encendida y a la vez grave, una oratoria que, aparte esta influencia, también bebía aguas arriba en la del Ortega más enfático, ese intelectual con quien su generación (la de Martín Santos, Ferlosio, Benet, Martín Gaite, los Goytisolo, Umbral, Aquilino Duque, etc.) tan extraña relación ha mantenido (de rechazo pero deudora más de las fallas de su estilo que, ay, de su filosofía). Se salió del seminario y empezó a ganarse la vida con su cultura, colaborando en distintos medios (haciendo crítica, de arte y taurina), enseñando en colegios e instituciones, o dando clases particulares. Fue profesor de latín y griego, y en sus clases se aprendía de todo, incluso latín y griego (alguien tan poco dado al elogio desinteresado como Ussía ha recordado que fue maestro suyo), como luego, en los programas radiofónicos en los que participó también enseñaría de todo. Conocedor exhaustivo de la historia del arte, fue un crítico célebre. Integró el equipo fundador de El País y en las páginas de sus números iniciales dejó constancia de esta faceta, para después marcharse, cuando el periódico, que había nacido invocando el espíritu de Ortega y su mítico El Sol, empezó a alejarse de ese espíritu (aunque los que lo alejaron ahora vayan de orteguianos y aun aleccionen sobre su obra).

Desde sus primeros tiempos palentinos Amón escribió. Publicó varios libros, de poesía (como Alba que bala) y arte (su Picasso es un clásico entre la mucha literatura generada por el malagueño), sobre todo, y centenares de artículos en prensa, de literatura, historia, arquitectura, toros, pintura... Atractiva y a veces alambicada, su obra escrita no logra alcanzar el nivel de su palabra hablada, porque ésta era inigualable. A través de su palabra se podía vislumbrar lo que son los grandes maestros, desde Sócrates hasta nuestro tiempo, esos que encantan, educan y enseñan a la vez, que son capaces de aumentar la realidad con el solo uso de su verbo. Se puede comprobar viendo los programas de televisión que hizo (aún es recordado El arte de vivir, y qué gran suerte la de aquellos espectadores que contaban en sólo dos cadenas con Amón, Rodríguez de la Fuente o Soler Serrano, entre otros) o escuchando los radiofónicos en los que colaboró (sus divertidas críticas futbolísticas de la Eurocopa de 1988, por ejemplo, merecen una detenida audición).

En aquellos años de encanto e ilusión, la política era secundaria en las tertulias (siempre lo es en la vida, y cuando no, malo) y lo rosa aún era patrimonio de Hola y otras revistas paralelas, por lo que se hablaba más de literatura, cine o historia, asuntos en los que Amón se movía con mayor comodidad. No le tocó asistir al enrarecimiento de la vida española, que empezó por la política y acabó afectándolo todo (quizá comenzó con la huelga general de diciembre de 1988). No se hubiera sentido a gusto, cómodo, en ese ambiente. Por fortuna, tal vez, la muerte lo sorprendió un invernal 30 de junio de 1988 al estrellarse el helicóptero en el que viajaba con la entonces Directora General de Tráfico, yendo de Madrid a Palencia, a tiempo para que no se enmoheciera su voz.

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