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Esbozo de San Francisco

  • Espuela de Plata recupera el estudio que Chesterton dedicó al santo de Asís, al que el escritor británico veía como el primer héroe del humanismo

Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936).

Gilbert Keith Chesterton (Londres, 1874 - Beaconsfield, 1936).

En los turbadores cuadros de Zurbarán, vemos al santo de Asís bajo el éxtasis del contraluz. El hábito marrón, de basto paño remendado. La capucha, con esa veladura que entenebrece el rostro. O la calavera entre las manos, que son las manos humanísimas, purísimas, de quien fuera y es el rey de los pobres.

Los lectores de Chesterton están -estamos- de enhorabuena. Coinciden ahora la publicación de Ensayos escogidos (Acantilado), seleccionados por W. H. Auden, y este otro peculiar estudio sobre la vida de San Francisco, escrito también por el gran autor católico y, sin embargo, inglés como el que más.

Si algo une en parte a Chesterton con San Francisco es la epifanía, el misticismo de haber sido feliz cada cual a su modo. Uno está seguro de que Chesterton fue feliz, felicísimo, mientras escribía sobre el poverello de Asís. Y debió de serlo no porque sintiera que el áspero hábito del santo lo confortaba. Se sentía dichoso porque creía estar espigando su figura, depurándola de errores con los que la modernidad había hecho de Francisco un modelo interesado para el adoctrinamiento social.

Dice Chesterton que Francisco fue el primer héroe del humanismo y el primer demócrata sincero del mundo. Amaba a los hombres, no a la humanidad. Creía en la mística, pero no en la mistificación. "Lucero del alba del Renacimiento", el poverello fue sobre todo un adelantado de su época. De ahí su formidable legado y de ahí, también, la mala criba, el sesgo sobre lo que en verdad fue su obra.

Francisco abrazó la Naturaleza. Pero nunca amó la Naturaleza. Se abre a ella y le canta -de ahí su Cántico del sol- porque la Naturaleza no es un fin en sí misma. Nada que ver con el ecologismo de hoy ni con el panteísmo sentimental por lo verde (por ejemplo, el redescubrimiento de Thoreau). Francisco hablaba de la hermana agua o del hermano cervatillo porque en ambos estaba Dios. Nada que ver, repetimos, con la ecología política ultra o el desvarío zoológico de la secta del Pacma.

Como es sabido, la herencia franciscana remitía al voto de pobreza, a la negación de las posesiones y, por ende, del sentido mundano de la propiedad. Para Francisco la radicalidad material no era sino una radicalidad espiritual. La pávida lumbre era la llamarada toda, el fulgor divino. En la desposesión sentía que lo poseía todo: Cristo.

A su muerte, tildado su sucesor Elías de traidor, la orden franciscana se torció bajo ariscas disputas sobre cómo interpretar la teología de la pobreza. Recuerda Chesterton algo que podría molestar bastante a los prejuiciosos. Pero fue el papado, con Inocencio III (a la sazón el impulsor de la orden), quien depuró la plática de Francisco de la adulteración que impulsó la llamada vía de los Fraticelli. Hubo quienes propagaron la idea de que a partir de Francisco se había refundado el Evangelio, que él era como el nuevo Cristo transfigurado. Al cabo, su luz de albayalde era la salida a la Edad Oscura en la que se había adentrado el hombre del Medievo. Ni que decir tiene que, en la era victoriana y luego eduardiana de Chesterton, el voto de pobreza de Francisco había encandilado a los iluminados del socialismo cristiano. Pero, como arguye el orondo autor, el poverello no fue ningún socialista cristiano y sí, en cambio, el primer "demócrata católico". Y todo, por supuesto, a Dios gracias.

Tal vez no haya existido un santo más popular que Francisco. Su vida, glosada por Chesterton, es la de un elegido que no sabía que lo era. Delgado y gestuoso, siempre con prisa en lo por hacer. Nos lo imaginamos tal cual debió de ser: de joven mercader a trovador con cilicio, que un día se echó al bosque helado de la Umbría. Fue llamado a reconstruir la casa de Cristo sobre las ruinas de la iglesia de San Damián, en Asís. Levantó también el hogar de los desposeídos en la Porciúncula. Vivió un romance espiritual con Santa Clara, fundadora de la orden de las clarisas. Viajó a Siria en plena cruzada para convertir a los musulmanes sin necesidad de guerrear. Sintió su hora nona aislado en el Monte Alverno, donde el éxtasis y los estigmas. Le sobrevino la ceguera y, al fin, la muerte como antesala de la vida.

He aquí el esbozo, el pequeño gran busto que el biógrafo ha hecho sobre su biografiado: Francesco Bernardone, San Francisco de Asís. Por último, bajo su influjo, digamos que hoy por hoy el Papa Francisco, de la escuela franciscana, se ha convertido en figura interesada para las mentes entumecidas del discurso socializante (que no social). Franciscano, austerísimo también, lo fue el Cardenal Cisneros, de cuya muerte se cumplen justo ahora 500 años. Figura política y cultural bajo el reinado de los Reyes Católicos, artífice de la prerreforma de antes de Lutero, Cisneros fue hijo de la hora imperial de España. Quiere decirse que no es ni puede ser popular. Quizá Chesterton debió haber escrito sobre él.

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