La estación del pantano | Crítica

Luces de ciudad

  • Periférica publica la última novela de Yuri Herrera, 'La estación del pantano', donde se fabula sobre el exilio de Benito Juárez en Nueva Orleans, durante los años de 1854-55

Imagen del escritor mexicano Yuri Herrera (Actopan, 1970)

Imagen del escritor mexicano Yuri Herrera (Actopan, 1970)

La estación del pantano es una novela fragmentaria y breve donde el escritor mexicano Yuri Herrera fabula -ahora veremos hasta qué punto y en qué modo- sobre el primer exilio de Benito Juárez, futuro presidente de la república de México, en la ciudad de Nueva Orleans. Como el propio Herrera indica en la nota inicial, no hay noticia de Juárez en esta primera estancia de dieciocho meses en Luisiana. “Fuera de las mismas dos o tres anécdotas vagas que se mencionan en las biografías -escribe el autor-, nadie sabe exactamente qué es lo que sucedió”. Es, pues, en ese silencio de Benito Juárez, extraído de su propia biografía, donde Herrera apronta su imaginación. ¿Para qué?, ¿para componer cierta imagen decimonónica de conspirador febril, de melancólico expatriado, que pudiera ser, sin duda, la del propio Juárez? Aquí es donde comienza el misterio de La estación del pantano, pues a pesar de lo dicho por Herrera, el protagonismo de esta novela sincopada, parpadeante, escueta, no pertenece al futuro mandatario mexicano, sino, más extensamente, al XIX americano y a la ciudad de Nueva Orleans, donde a la trepidación de la ciudad misma se añaden otras perplejidades, la primera de las cuales será el nutrido esclavismo que aún se practica, y que desembocará, seis años después, en la guerra de Secesión estadounidense.

'La estación del pantano', puesta a ser novela de algo, es la novela de una ciudad, en su violento y árido reobrarse,

No faltará, pues, una alusión irónica al viejo presidente Jefferson, próspero dueño de esclavos allá en su Monticello, como antes Washington en Mount Vernon. Sin embargo, y como ya se ha repetido, esta no es la novela de un zapoteca (Juárez lo era), que observa con aflicción el maltrato a los negros bozales traídos del África. Y tampoco es el retrato de un dirigente, del hombre decisivo, libertador o tirano, cuyo curso vital se sigue con minucia. La estación del pantano, puesta a ser novela de algo, es la novela de una ciudad, en su violento y árido reobrarse, junto al agua putrefacta de los pantanos. Esto debería llevarnos, de manera inmediata, tanto a la novela de Twain como a los relatos de Bierce y Chandler Harris. Esto es, a la norteamérica esclavista que vivaquea y que medra en torno al Mississippi. Sin embargo, el modelo de Herrera parece ser otro, ciertamente europeo, en tanto que glosa, al modo del caleidoscopio, una ciudad del XIX. Dicho modelo es, presumiblemente, Baudelaire. Y en concreto, el Baudelaire de El espleen de Paris, de Los paraísos artificiales y El pintor de la vida moderna. Pero no solo o no tanto por su retrato en taracea de la urbanidad moderna, lo cual también está en las Iluminaciones de Rimbaud o en el Gaspard de la Nuit de Aloysius Bertrand, sino por la idea de anonimato, de profunda imparidad, sostenida en la masa, donde se hermanan el paria, el exiliado, el dandy.

Uno entiende que la idea fugaz que quiere contenerse en estas páginas (el nombre de Benito Juárez solo se dará al momento de partir, cuando regrese a su país para recuperar su completa figura de individuo), uno entiende, repito, que lo que Herrera ha querido traer aquí, siquiera sea al modo de un aroma, es la manera misma en que las ciudades trillan y amasan y pulverizan a una multitud infortunada y errática para fabricar, entre el esplendor y el légamo, cierta realidad nueva donde se abre, donde se fragua inopinadamente, la posibilidad de que alguien como Juárez, extraído del agro más humilde, alcance la presidencia de un país. Esta realidad prometeica, que en Smollett todavía se presenta como porvenirista, pero que en Dickens es ya una monstruosidad inhóspita y vertiginosa -Madrid “rompeolas de todas las Españas”, decía Machado-, es la que protagoniza esta pequeña hipótesis novelada, donde sus actores apenas tienen nombre y rostro, y cuyo discurrir es el simple discurrir del fugitivo, del proscrito y el errante.

Si esta era la intención de Herrera es algo que no es posible elucidar. Y tampoco si esta Nueva Orleans que aquí se ofrece reviste la solidez apetecida por el autor o es dueña de una tenuidad, acaso involuntaria. En cualquier caso, en Herrera está siempre la intención de decir de otro modo, y esto es ya una forma de nombrar lo distinto, lo cual nos devuelve -con la ciudad entre medias- a la vieja ambición del XIX, de decirlo todo y nuevamente.

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