adelanto editorial

Manuel Azaña

Él era un hombre muy agradable, irónico, cortés. También muy soberbio. Y yo con él siempre tuve muy buenas relaciones. Su soberbia, transportada al terreno de la política, debió de perjudicarle, pues se consideraba en un plano intelectual muy superior al común de las gentes. Y tenía razón para considerarse. Pero entonces miraba al resto de las gentes, alrededor suyo, por debajo del hombro. A veces elegía para los puestos a hombres inferiores a otros que hubiera podido elegir, simplemente porque los medía a todos por el mismo rasero. Y eso para un político es tremendo, porque no hacía la selección adecuada de sus colaboradores. Además, un hombre que era tan frío intelectualmente, emocionalmente era sin embargo muy arbitrario, es decir que se guiaba por simpatías y antipatías muy marcadas. Todo eso es funesto en un estadista. En fin, en 1929, yo me fui a Alemania, y cuando volví ya estaba en marcha la República, y Azaña, como tantos otros, había ingresado activamente en la política. Su ascenso en la esfera pública fue espectacular, como una revelación. Entonces, claro está, ya sólo me encontré con él de tarde en tarde, y siempre un poco de refilón. Se había terminado el sosiego de las tertulias largas y ociosas en el café de la Granja El Henar.

Siendo presidente, la única vez que lo vi fue cuando me disponía a hacer un viaje a Suramérica para dar conferencias. Me habían invitado de Buenos Aires y Chile y allá fui, saliendo de Lisboa el 13 de mayo del año 36. Antes de partir, se me ocurrió despedirme de Azaña, y telefoneé a Rivas Cherif, su funesto cuñado, que actuaba de introductor de embajadores o no sé qué puesto de esos, quizá secretario de la casa presidencial. Le dije: Me voy a dar una serie de conferencias en América; me gustaría saludar a Azaña. Entonces me fijó una audiencia, precisando: Pero tiene que venir con chaquet. Digo: Caramba, bueno. Me puse mi chaquet y fui a saludar a Azaña en una entrevista totalmente protocolaria. Le dije (como me hicieron ponerme de chaquet), le dije: "Señor presidente, ¿quiere alguna cosa durante esta gira?". "Pues nada, ya ve usted cómo son las cosas, usted diga lo que quiera, lo que le parezca. Explique la situación".

Él estaba ya muy amargado y muy asustado. Por eso se había refugiado en la presidencia de la República: para quitarse la responsabilidad directa del poder. Total, no hablamos nada. Fue cosa de unos minutos, muy ceremonial, que a mí me dejó de mal humor; me dije: qué estupidez haber perdido toda la mañana en esto, para qué. Y con chaquet. Las cosas oficiales a mí me revientan; francamente, no puedo con ellas.

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