Aldo Moro, presidente de la Democracia Cristiana, es secuestrado por las Brigadas Rojas el 16 de marzo de 1978. Los terroristas exigen un cambio de prisioneros al que el Gobierno se niega. Se da la circunstancia de que el partido en el poder es el mismo que preside Moro. A lo cual se añaden las numerosas cartas del cautivo, en las que pide, en las que ruega, en las que razona oportunamente que se produzca el canje. Dos meses más tarde, tras una búsqueda infructuosa y sin negociación alguna, su cadáver aparece en el maletero de un Renault 4. En junio de ese mismo año, el diputado Sciascia presentará un informe de la comisión parlamentaria que investigó el secuestro. De las conclusiones extraídas allí, nacerá El caso Moro.

El caso Moro no es, por tanto, una novela. Se lee como un relato policial, pero su fondo es un fondo cenagoso y ruin donde palpita la soledad, el temor, la desesperación de un hombre. Ya sabemos el final que le aguarda; y también la identidad espectral de sus captores. Lo ignoramos todo, sin embargo, de lo ocurrido durante esos días. Y esa reconstrucción, con sus enigmas insolubles, es la que se ofrece en el reducido bulto de estas páginas. Páginas desoladoras, de fría y sutil inteligencia, donde se revela, tanto como la agonía de Moro, la flexibilidad del poder para eludir o suprimir lo inconveniente. Sus cartas se presentarán, pues, como las propias de un perturbado. De su lectura, sin embargo, de la minuciosa y atenta lectura que hace Sciascia, no se desprende sino una lúcida desesperanza. Moro sabe que su muerte, de algún modo, será de utilidad para afianzar al nuevo Gobierno. Tampoco ignora que su vieja doctrina del canje, defendida anteriormente, sería desatendida. En una de sus últimas misivas, Moro pide que ningún miembro del poder asista a su sepelio. Y la sorprendente torpeza policial no hace sino agravar la angustia. Libro pavoroso y brutal, El caso Moro es una requisitoria del poder y sus formas. Es una vivisección de su torva y refinada barbarie.