De libros

Padres e hijos en el teatro del mundo

  • Vila-Matas publica 'Aire de Dylan', una novela poliédrica como la personalidad del músico, "paradigma del artista moderno".

Aire de Dylan. Enrique Vila-Matas. Seix Barral. Barcelona, 2012. 328 páginas. 19,50 euros.

"Mi novela se puede resumir en una frase. Bueno, en realidad no, no se puede resumir en una frase", dice Enrique Vila-Matas sobre su último trabajo, y a continuación recuerda aquello que dijo Lobo Antunes cuando alguien le pidió que explicara de qué trataba una de sus obras; "de todo lo que sale en el libro", respondió el portugués, esquivo pero consecuente. Podría valer igualmente para Aire de Dylan, un libro complejo no tanto por su escritura, que tiene esa elegante fluidez, esa densa ligereza que el autor barcelonés ha ido depurando al máximo con los años hasta hacer posible el oxímoron, como por la cantidad de lecturas que entraña.

Del fracaso como destino casi inevitable de la escritura y de la relación siempre espinosa entre padres e hijos, o maestros y discípulos; de la naturaleza de la creación artística en estos tiempos y del teatro como metáfora última de nuestro paso por el mundo, de todo esto, pero no sólo, se ocupa Vila-Matas en una obra que adopta la forma de autobiografía falsa de un escritor difunto, en la estela de La verdadera vida de Sebastian Knight, de Nabokov, o de lo que ocurrió con la autobiografía, falsa también, de Laurence Sterne, el autor de Tristam Shandy, un caso relatado en el libro.

El barcelonés se reconoce en el difunto. Porque en esta historia llena de pliegues y puertas que se abren a otras historias hay dos escritores que se parecen mucho aunque en un punto sustancial: el muerto, Juan Lancastre, un moderno, un defensor acérrimo de la máscara, un dylaniano que escoge como forma de vida y de arte mostrarse de muchas maneras distintas, nunca dudó de sus logros; mientras que el narrador, que tiene la misma edad y del que no llegamos a saber nunca su nombre, lo que invita a priori a pensar en el propio Vila-Matas, "está arrepentido de todo lo que ha escrito" y de hecho ha decidido no volver a escribir un libro.

Ese silencio, asumido como un gesto magnánimo, como una victoria secreta frente a la estupidez, la vanidad y el ruido del mundo, lo impedirá, gracias al magnífico relato que le ponen en bandeja, dos jóvenes de su barrio, uno de los cuales resulta ser el atribulado hijo de Juan Lancastre, Vilnius, un muchacho de asombrosa semejanza física a Bob Dylan, empecinado en fracasar espléndidamente y cuyo afán de autenticidad, de ser en todo momento él mismo, lo condena a una batalla sin tregua con su genial padre incluso después del fallecimiento de éste.

El escritor-narrador se educó en la "cultura del esfuerzo", mientras que los jóvenes de su barrio "pertenecen más bien a una cultura infraleve, oblomoviana [por Oblomov, el gandul por excelencia de la literatura rusa, obra de Goncharov], son como teóricos de la indolencia", explica Vila-Matas, que abona así el terreno para cierto enfrentamiento generacional en el que no obstante no pretende ejercer de árbitro. "Duchamp decía: no hay solución, porque no hay problema. Todos tienen razón en la novela; a su manera, menos los dos malvados que aparecen, que lo son de una manera terrorífica aunque cómica, todos tienen razón", dice.

Vila-Matas rechaza la "psicosis por atrapar al lector" imperiosamente que detecta en muchas novelas actuales. A él le gustan las novelas que "se desarrollan a medida que se escriben", lo que implica entre otras cosas un ritmo específico para cada obra. Esto se percibe de manera especialmente rotunda en Aire de Dylan, que es probablemente, por sus giros narrativos, la más novelesca de sus obras, más incluso que la anterior Dublinesca, en la que ya se apreciaba su voluntad de explorar nuevos territorios, tanto meramente narrativos como literarios, algo fundamental en un autor cuya obra puede entenderse como una especie de canon personal in progress de una cierta literatura escrita en los márgenes de la historia oficial de la misma, si tal cosa existe en realidad.

En su juego de espejos, lleno de guiños a los rasgos que mejor definen la obra del barcelonés, Aire de Dylan puede leerse como un risueño pero riguroso recordatorio a todos esos jóvenes que reinventan la literatura o descubren el Mediterráneo cada media hora. Y lo hace con autoridad, la que le confiere su larga, coherente y siempre audaz trayectoria, pero sólo después de haberse reído de sí mismo; "del escritor posmoderno que en ocasiones he sido", puntualiza. Y continúa: "Es como ver a tus hijos cometiendo errores que te sabes de memoria. Yo también me presenté como innovador o vanguardista. Pero algún libro mío algo tenía de vanguardista, porque sigue hoy, 30 años después, de actualidad. Ése es el tiempo mínimo que le pido a un libro para que demuestre que es vanguardista. Porque no basta con decirlo, hay que demostrarlo, y hay muchos que se limitan a decirlo. Es un defecto que yo veo en la gente joven de ahora. Hubo muchos que se presentaban como vanguardistas de su época, y no lo eran nada; y otros que no lo hacían, como Dickens, a quien jamás se le ocurrió presentarse como innovador, sin embargo innovaron, cambiaron la historia de la literatura, y no necesitaron decirlo".

Al margen de un homenaje evidente a Dylan -"el aire de Dylan es el aire de nuestro tiempo, de un personaje paradigmático del artista moderno"-, la novela representa también la incorporación realmente significativa de dos tradiciones, la teatral y la cinematográfica, al universo del escritor, una novedad importante en la obra de alguien que pasa por ser -no casualmente- como un enfermo de la literatura. El cine importa en esta historia, pero aún más, de manera más profunda, el teatro, que vertebra toda la estructura del libro, cuyos capítulos vienen a ser monólogos con una fuerte conciencia de la puesta en escena. "Durante mucho tiempo estuve incomunicado con otras artes. Y hace unos años abrí bastante la puerta a otras actividades artísticas, como el teatro, el cine o las instalaciones. Puede decirse que he salido de cierto encierro literario, y me he sentido muy libre al ampliar el espectro", comenta.

El escritor hizo cine y teatro en su juventud, pero se apartó, "obsesionado con escribir bien". Aunque de aquellos tiempos, dice, le quedó una "percepción calderoniana de la vida". "Sí, que el mundo es como una ilusión, un escenario en el que todo el mundo tiene un papel que representar, unas palabras que decir, y hay gente que quiere escapar de este escenario y buscan la salida, pero no se dan cuenta de que fuera de este escenario no hay nada, hay sólo, como decía Kafka, un palco que da al vacío. Mi impresión es que este espectáculo es el único que hay en la cartelera".

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