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Indiana | Crítica

Teoría del amor romántico

  • 'Indiana' es el excelente fruto juvenil de Amantine Aurore Dupin, conocida como George Sand, en cuyas páginas se encierra una temprana imagen del amor romántico, vinculado a la aventura, el exotismo y la pureza

Amantine Aurore Dupin, dit George Sand, retratada por Nadar en 1864

Amantine Aurore Dupin, dit George Sand, retratada por Nadar en 1864

Este Indiana de Amantine Aurore Dupin, más conocida por George Sand, tributa con seguridad a dos modelos de la época, encarnados, el primero, en Las amistades peligrosas de Laclos, y el segundo, en aquel Atala de Chateaubriand, cuya primacía sobre el romanticismo francés el propio vizconde se encargó de destacar en no pocas ocasiones. La obra de Laclos sirve aquí a Dupin/Sand para subrayar el crepúsculo de una figura, de inadvertida complejidad, cual es la del libertino; el Atala del señor vizconde es, por contra, el arquetipo trágico del amor puro. Un amor puro en sentido estricto, puesto que el amor, para Dupin, para Chateaubriand, para el siglo XIX que entonces empezaba (Indiana es del año 32), se produce y se concibe sólo en la entraña virgen de los bosques; vale decir, lejos de la malla urbana donde la mentira, la violencia, la doblez, la posibilidad misma de “lo artificioso”, tienen su asiento.

'Indiana' es, pues, el paso que va del 'Robinson Crusoe' de Defoe, a una teoría galante, amatoria y pasional de la Naturaleza

Esto debería llevarnos a la obra del obispo Guevara, consejero del césar Carlos, Menosprecio de corte y alabanza de aldea, la cual sólo a partir del siglo siguiente, el XVII, adquiriría su completo sentido. Dupin, sin embargo, se sienta sobre doscientos años de esta tradición “naturista”, que se aposenta en la realidad incontestable, absorbente, populosa y dramática de la gran urbe. Indiana es, pues, el paso que va de Los infortunios de la virtud de Sade o del Robinson Crusoe de Defoe, a una teoría galante, amatoria y pasional de la Naturaleza, que puede deducirse, en primera instancia, del “buen salvaje” de Rousseau, pero que halla sus primeras formulaciones en el XV-XVI, cuando España se tope con el Nuevo Mundo (véase lo que escribe Montaigne, alentado por De las Casas y López de Gómara, respecto de los caníbales). Sea como fuere, la capacidad de malversar y seducir del libertino se ve reducida aquí a una figura vana y caprichosa, como la sociedad que Dupin dice representar. Y también toda esa Europa industriosa y diligente que encarna el Robinson y que en Indiana viene figurada por el marido y el primo de la heroína.

Por otra parte, al tratarse de una exultación del amor puro, la novelista debe mostrar las adversidades que afronta la pasión en la Francia del Ochocientos: el matrimonio por conveniencia, el adulterio y el invencible peso de la sociedad, cuyas convenciones oprimen el flujo límpido y sincero de un alma joven. No se entendería, pues, esta novela, ni muchas otras de su especie, sin la evidencia de que su público era, principalmente, femenino. Y que dicha realidad sociológica era una fuente preocupación entre quienes recelaban de estas expansiones femeniles de la imaginación, de inciertas consecuencias. Muchos de los protagonistas de la novela del XVIII-XIX son, por eso mismo, femeninos. Y su protagonismo es aquél que corresponde al héroe, a la heroína acuciada y perseguida por la arbitrariedad, el abuso y la lujuria. Recordemos, para no volver a Sade, bien El monje de Lewis o El romance del bosque de Ann Radcliffe. Lo cual nos lleva a otra cuestión determinante en esta hora, y que pudiéramos llamar el triunfo de la intimidad, de los placeres domésticos, encarnados tanto por el idealismo ajardinado de Fragonard como por la pintura honesta, cálida y en sombras de Chardin.

Los lectores de Chateaubriand saben que Atala acabará trágicamente para los jóvenes amantes que se adentran en los colosales bosques de América del norte. Entonces, era la mosquetería francesa y anglosajona la que desembarcaba para diezmar a las tribus de una orilla a otra. Indiana, como su propio nombre indica, viene protagonizado por una mujer de ultramar, en cuyo físico vienen grabados ya los signos arquetípicos de la pasión y el tormento. En aquellas islas de su juventud encontró algo así como un Edén antillano coronado por volcanes. Y allí habrá de volver, ineludiblemente, para buscar una pureza sumida en el crepúsculo. Una pureza que es hija de la soledad, de la irracionalidad y del comfort burgués que puso a soñar a varias generaciones con un paraíso intacto. Indiana es, en todos estos aspectos, una excelente y proverbial novela, fruto de una mujer que no ha llegado a la treintena.

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