De libros

Unamuno, el asceta paradójico

  • La edición de los 'Cuentos completos' del bilbaíno reivindica el talento para la narrativa del pensador

Cuentos completos. Miguel de Unamuno. Páginas de Espuma. Madrid, 2011. 456 páginas. 27 euros.

En cierto modo, la generación del 98 nace o se coagula en torno a una paradoja. Si bien es obvio que aquellos hombres solidificaron una particular idea de España, una España rural, tectónica e inalterable, también lo es que su obra, la obra de cada cual: Azorín, Unamuno, Baroja, los Machado, Valle-Inclán, Menéndez Pidal, Ramiro de Maetzu..., se dio en las ciudades, y principalmente en aquel Madrid, "rompeolas de España", de don Antonio Machado. Ese es el sino paradójico que se evidencia en estos Cuentos completos de don Miguel de Unamuno. Cuentos que, sobre ser de una notable singularidad, por intelectuales y pedagógicos, recogen inadvertidamente la huella y el estrépito de las rotativas. Pues fue allí, y no en el soñado Gredos, donde entonces se acuñó, negro sobre blanco, el blasón y la fama de todos ellos.

Gran parte de los cuentos aquí recogidos, como nos recuerda Óscar Carrascosa, fueron publicados en los periódicos. De hecho, fue esta generación, junto con la más tardía de Ortega, D'Ors y Pérez de Ayala, quien traslada el pensamiento, la divagación filosófica, a la tribuna pública de los diarios. Y sin embargo, el sueño adánico, el ideal berroqueño del 98 fue una España adelgazada de sí, bañada por un agua intemporal, bajo el cierzo frío de Castilla. Esa misma ensoñación, esa pureza estilizada a la manera del Greco (fue entonces cuando se descubrió al Greco gracias a Cossío y Zuloaga), esa tensión agreste, digo, es la que medra, como una antigua rosaleda, en las estampas de Azorín y en la poesía de Machado, en los romances de Pidal y el casticismo desmedrado de Baroja. Sólo Valle-Inclán, en su última etapa, hará de la ciudad el vínculo natural, el escenario trágico del hombre moderno. El resto forman un compacto grupo de ciudadanos cuyo recelo, cuya nostalgia, cuya pesadumbre por la situación del país, le ha hecho girar su vista hacia el pasado y las sencillas costumbres de un agro milenario.

No obstante, en Unamuno, la paradoja antedicha se acrecienta por dos motivos. El primero es su perfecto conocimiento de la modernidad y sus resortes. Así, Unamuno descubre en el cuento, en su naturaleza escueta, uno de los medios más idóneos para transmitir su pensamiento. El segundo, relacionado con el primero, es la enorme facilidad que otorga la prensa para allegar su mensaje, convenientemente resumido, a una enorme cantidad de lectores. Ortega, años más tarde y por diferente motivo, escribiría su célebre La rebelión de las masas; pero eran esas masas, vacantes por la ciudad, las que Unamuno, a través de los diarios, quería adoctrinar en un nuevo ascetismo, de atormentada honestidad, donde el hombre se encontrara a sí mismo reflejado en la Naturaleza. Quiere decirse, pues, que la fabulosa cuestión del yo, tan viva en Unamuno (El sentimiento trágico de la vida, La agonía del cristianismo, etcétera) es la misma que se formula en estos cuentos. Cuentos que no pierden su carácter de narración y aun así deslizan su enseñanza en un diálogo, en un personaje, en una anécdota trivial y determinante.

Ortega, que nunca reputó a Unamuno de buen prosista, dedicó sin embargo elogiosas y merecidas páginas a la límpida escritura de Azorín. A pesar de ello, en estos cuentos hay mucho de esa precisión, de esa meticulosidad arcaizante de Azorín cuando databa, con primor obsesivo, el idioma cereal y antiguo de Castilla. Azúa, en su prólogo al Abel Sánchez de Unamuno, salva la prosa viva y elástica de don Miguel y condena a Ortega, al facundo modernismo de Ortega y Gasset, por su elegante cursilería. Uno no llegaría a tanto. Basta saber que Azúa tiene razón cuando se queja de la ignorancia, de la desatención en que ha vivido la obra de don Miguel, quizá el más influyente de nuestros pensadores, por ese bárbaro y escarnecido personalismo con que abrumó sus páginas. La presente edición, tan exhaustiva como pulcra, viene a compensar en parte tan deplorable olvido.

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