De libros

Variaciones del infierno

  • Steve Earle firma una cruda novela sobre el arrepentimiento y las extrañas formas de la fe en un mundo de perdedores terminales.

No saldré vivo de este mundo. Steve Earle. Trad. Javier Calvo. El Aleph. Barcelona, 2012. 272 páginas. 18 euros.

Se lee muchas veces por simpatía, por un sentimiento de complicidad tan caprichoso como rotundamente magnético, y quizá por eso queríamos que nos gustara mucho, que nos entusiasmara la primera novela de este héroe del country izquierdista y el roots rock y actor ocasional en películas y series de televisión en las que posiblemente sea capaz de defender sus personajes con tal humanidad gigantesca, estoica, emocionante, porque algo o mucho tienen que ver con su propia experiencia.

Viejo yonqui rehabilitado y abnegado redentor de otros despojos en los bordes del camino en The Wire, cantautor veterano, transmisor anónimo del fuego sagrado de la creación y antiguo apóstol de la calle turbia y el jergón como último refugio reconvertido en sereno y humilde maestro en Treme, Steve Earle ha publicado desde mediados de los años 80 una serie de discos que por sí mismos le hacen merecedor de un enorme crédito artístico, música ajena a las pamplinas del mercado contemporáneo y encapsulada en una burbuja sin tiempo: dentro, un storyteller con la leyenda This Machine Kills Fascists en la guitarra de superficie gastada, cantando sus recias elegías sobre románticos frágiles y con mala suerte o peor fuerza de voluntad, perdedores terminales aplastados por la violencia de la vida.

Pero resulta que ahora además escribe relatos, obras teatrales y novelas. Una, de momento. Ésta. Y queríamos que nos encantara, esperábamos sorpresa, deslumbramiento incluso... pero no. O no del todo, y no porque no merezca la pena -no es eso- leer las casi 300 páginas de esta historia que no pocos se han apresurado ya a definir como otra balada de Steve Earle, como una especie de canción no declarada y mucho más extensa que cualquier otra de las suyas, pero canción al fin y al cabo, un subrayado de esta vecindad entre literatura y música que casi siempre plantea debates espinosos pero que el propio autor estableció, al publicar el año pasado un álbum, el último suyo hasta la fecha, bajo el mismo título (en sus versiones originales en inglés): I'll Never Get Out of This World Alive.

Que es el título de una de las muchas y memorables canciones de Hank Williams, gigante ineludible del country que es también, aquí, un fantasma que "se pasa el día entero rondando la avenida de South Presa entre la taberna y las vías del tren, cubriendo la distancia de un lado a otro en lo que dura un pensamiento maligno", y una voz, a veces de ángel guardián, otras de diablo obsesivo, en la cansada conciencia del protagonista de este cuento oscuro ambientado en los barrios más sórdidos de San Antonio a principios de los 60.

Ese hombre es Doc Ebersole, antiguo amigo del legendario cantante y médico que, años después de perder la licencia para ejercer legalmente, sobrevive a salto de mata y sobre todo se costea su salvaje adicción a la morfina practicando bajo cuerda abortos a prostitutas e inmigrantes, o mujeres de vidas marcadas por cualquier otra forma de pobreza y exclusión, y curando de urgencia a navajeros y patanes en toda su variedad que de acudir a un hospital en condiciones, y no a su deprimente cuartucho de pensión, acabarían detenidos acusados de varios cargos y a cual de ellos peor.

Paradójicamente -o no- el libro parece respirar mejor cuanto más asfixiante se hace su lectura. Salvando las distancias, por el tono descarnado, también por el tema en general -vidas fagocitadas por el espanto y el abismo-, No saldré vivo de este mundo podría emparentarse con la obras tóxicas y desesperadas de Hubert Selby Jr. o Edward Bunker, aunque a la postre la novela de Earle adquiere una cualidad balsámica, una concesión a la amabilidad al admitir, si bien de una manera que no excluye ni el dolor ni la huella imborrable del mismo, la posibilidad de la salvación, de otorgar -al menos- sentido al absurdo vagabundeo con unos pasos postreros de secreta grandeza, y con el acceso fugaz pero reconfortante a los privilegios de la esperanza.

La salvación, la insospechada forma de la fe, la paz y el repentino resplandor -prácticamente el milagro- es una mujer, claro. Y es en esta parte de la novela, cuando se aleja de los fogonazos de experiencia en carne viva, de los conmovedores retales de supervivencia, para convertirse en una parábola con fugas que rayan lo insólito y lo fantástico, y para adoptar una forma supuestamente más cerrada y literaria, cuando la obra se desfonda un poco por la sensación de ejercicio de estilo, de variación -hermosa, sí, y catártica, como deben ser esta clase de historias tristes y fatalistas- de una melodía de género que sin dejar de tocar el corazón no llega a emprender por completo su propio vuelo.

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