'Archivos secretos de Sherlock Holmes' | Crítica

Aquel Holmes de Barcelona

  • Funambulista rescata unas historias inspiradas en el detective más célebre, textos escritos en Alemania que triunfaron en la España de principos del XX

Sherlock Holmes, en la representación canónica de Sidney Paget.

Sherlock Holmes, en la representación canónica de Sidney Paget.

En 1944, Ellery Queen, autor de novelas criminales y estudioso del género, publicaba un gozoso volumen con el nombre de The misadventures of Sherlock Holmes. El timbre paródico del título se repetía en muchas de las páginas interiores: porque se trataba de una recopilación de facsímiles, apócrifos, sucedáneos, algunos respetables pero la mayoría no tanto, del famoso detective de Baker Street. Entre ellos, el lector tenía la oportunidad de conocer al hilarante Sherlaw Kombs, creado por Robert Barr, en todo semejante a su prototipo salvo en su sagacidad y aciertos; o al espléndido Solar Pons, de August Derleth, el único sosias que quizás alcanzaría el rango de heredero y cuyas aventuras igualan en calidad, si no superan, a las del doctor Conan Doyle. El volumen de Queen, que contiene también homenajes de J. M. Barrie, Mark Twain y Agatha Christie, entre muchos otros, es recomendable, aparte de por los muchos ratos de diversión y curiosidad que depara, por su prólogo. En él el autor, presagiando una famosa estrofa de Borges, establece que, igual que con el mar o la belleza, el encuentro con Sherlock Holmes constituye un episodio imprescindible en la educación sentimental de toda persona de bien, para explayarse a continuación en recuerdos personales sobre esa primera epifanía y el día crucial en que su infancia se iluminó con los relatos de detectives.

Sherlock Holmes nació en 1889, en una novela que hoy es leyenda: Estudio en escarlata. Pero la mayor parte de su carrera, y sus logros más sonados, transcurrirían en un formato menor, más doméstico y afín al tamaño de las revistas que, como el Strand magazine, donde comenzaría a aparecer en entregas desde julio de 1891, dispensaban entretenimiento al lector medio de la Inglaterra victoriana. Sabemos que la relación entre Holmes y su creador, según suele, no resultó fácil: inspirado por ejemplos más elevados y rotundos de arte con mayúsculas, Arthur Conan Doyle, el médico aficionado a escribir que lo había alumbrado, veía en Sherlock Holmes un molesto artículo de consumo masivo del que buscaba desprenderse para atacar las obras señeras que le garantizarían la inmortalidad. Así, decidió liquidarlo por vía sumarísima: y en un relato también ascendido a leyenda, El problema final, de 1893, le hizo precipitarse con su némesis, el profesor Moriarty, de lo alto de las cataratas de Reichenbach, donde se le daría por muerto. El clamor de los lectores alcanzó la categoría de tormenta. Sacas enteras de cartas llegaban diariamente al domicilio de Doyle, exigiéndole resucitar al detective; una de ellas, no la menos agria, procedía de su propia madre, que amenazó con desheredarle si no rectificaba de inmediato.

Los autores se basan menos en el héroe de Doyle que en otros personajes de novelas por entregas de la época

De modo que el pobre escritor, esclavizado por su homúnculo, siguió arrastrando la narración de sus peripecias durante treinta y cuatro años más, hasta que el agotamiento y una sincera repugnancia le impidieron seguir haciéndolo. Sus devotos no se resignaron: volvieron las cartas a casa de Doyle, dándole las gracias por su esfuerzo, y pidiéndole la venia para continuar los avatares de Holmes donde él los había dejado. El mundo literario, huérfano de uno de sus iconos más sobresalientes, se llenó entonces de individuos que se le parecían mucho, hermanos gemelos no reconocidos en las partidas de nacimiento, impostores sin escrúpulos, rivales que pretendían emular su encanto y arrebatarle la calidez de su público: una larga lista de sombras de espejos que alimentarían una voluminosa enciclopedia, y sobre la que el curioso puede informarse en otro libro muy agradable y bien documentado, The alternative Sherlock Holmes (2002), de Watt y Green. De ese fondo inmenso y oscuro, como el pozo de los deseos, se nutre la antología de Ellery Queen con la que he comenzado este artículo.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

Hablaba yo del prólogo de Queen. En él se da cuenta de lo que la relación incluye (lo dicho: pastiches y homenajes, contemporáneos al modelo o posteriores, de Christie, Twain, Leblanc, Derleth o el propio Queen). Y también de lo que no: no se han incluido, dice (entre otras cosas), "la traducción de ninguno de los numerosos pastiches de Sherlock Ol-mes malparidos, por así decir, en las fábricas de literatura barata de Barcelona". En efecto, la editorial barcelonesa Atlante publicó entre las décadas de 1910 y 1920 título tras título de ciertas Memorias íntimas de Sherlock Holmes que, en realidad, y esto Queen lo ignoraba, eran a su vez traducciones de un original alemán, Detectiv Sherlock Holmes und seine weltberühmte Abenteuer, atribuidas a la pluma de dos dispensadores de folletines de la República de Weimar, Kurt Matull y Theo von Blaykensee. Es este material, en su vieja versión de hace un siglo, lo que rescata ahora la editorial Funambulista.

Los (presuntos) Matull y Blaykensee se inspiran menos en el personaje de Doyle que en los muchos otros protagonistas de novelas por entregas que poblaban los quioscos de la época, como Nick Carter o Fantomas. Así, los argumentos que aquí encontramos recuerdan antes a la confusa y apretujada sucesión de disparates de los primeros cortometrajes de cine (los Nickelodeon) que a los reflexivos y educados enigmas de Doyle. En cualquier caso, se trata de una literatura curiosa que, aunque no sé si merecía realmente la exhumación, hará sin duda las delicias de los incondicionales; para el resto, siempre está el original, o, en su defecto, las espléndidas copias de Derleth, inéditas, ay, en castellano.

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