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De libros

Una arqueología parisina

  • Jean Rolin se asoma a los suburbios de la capital francesa para leer el pasado en la rígida ordenación de la ciudad moderna. Se traduce también su aproximación al fenómeno de las 'celebrities'.

La cerca. Jean Rolin. Trad. Luisa Feliu. Sexto Piso. Barcelona, 2012. 173 páginas. 18 euros

Toynbee, al comienzo de sus Ciudades en marcha, menciona como uno de sus más gratos recuerdos infantiles un aguafuerte del XIX, dedicado a su abuelo, cuyo lema era London going out of town. En el aguafuerte, obra de Cruikshank, puede verse un ejército de ladrillos, que marcha ordenadamente sobre la asustada campiña y el desprevenido extrarradio londinense. Esta misma imagen, la de un Londres invasivo copando el campo aledaño, ya la utiliza Smollet a finales del XVIII, en La expedición de Humphry Clinker. Y también es esa figura: la ciudad como cuerpo vivo, París como obra histórica, arqueológica, susceptible de lectura, la que emplea Jean Rolin en su novela La cerca. Novela, por otra parte, de difícil clasificación, por cuanto participa de diversos géneros sin detenerse, acaso, en ninguno.

Hemos escrito arqueológica, referido a La cerca, porque es posible relacionar el empeño de Rolin con el proyecto foucaltiano de revelar las sucesivas capas (culturales, científicas y de todo orden), que compusieron La arqueología del saber del año 69. No obstante Rolin, a diferencia de Foucault, admite una convivencia entre pasado y presente, un transparecerse de las épocas en la superficie actual, que en el autor de Vigilar y castigar se muestran de manera excluyente. Aun así, estamos ante una verdadera cata arqueológica, por cuanto se trata de exfoliar la varia sedimentación histórica de una ciudad, en el resto visible de sus calles. ¿A qué géneros acude Rolin para datar este París de la periferia, arracimado en torno a la avenida del mariscal Ney? En primer lugar, al poema en prosa, género de la modernidad, estrechamente vinculado a las metrópolis del XIX. Y no sólo El Spleen de París de Baudelaire y las Iluminaciones de Rimbaud; también el Gaspar de la Noche de Aloysius Bertrand, donde las ciudades de Harlem, París o Dijon se disuelven en una precipitada fuga impresionista. En segundo término, las visiones parciales, fragmentarias, de inusitada profundidad, que Walter Benjamin dedicó al París del XIX. Por último, el cronismo literario de la ciudad, patente en Victor Hugo o Rétif de la Bretonne y sus Noches revolucionarias. En todos estos géneros, el poema, el ensayo, el artículo, prima una visión fragmentada o celérica de la metrópoli; en todos ellos, es un esfuerzo de síntesis -una síntesis por omisión, ceñida a datos muy precisos-, la que otorga unidad a un texto, en apariencia disperso. Con esto no se quiere asimilar La cerca a un conjunto de poemas, un ensayo en taracea o una crónica de los suburbios parisinos. Pero sí que participa de su flexibilidad estructural y, en consecuencia, de la hermética eficacia del texto breve.

Borges, extraordinario maestro de la omisión, deja al lector la tarea de agrupar los vestigios de una realidad que él mismo nos ofrece velada y en elipsis. Buena parte de su magnetismo radica ahí, en lo que el lector sospecha bajo la superficie del relato. Ésa es también, al parecer, la estrategia de Rolin al abordar este libro: ofrecernos elementos e indicios, dispersos por la geografía urbana, con los que habremos de construir un París observado desde la periferia. La tesis, en cualquier caso, dista mucho de ser una fantasía borgiana. Y tampoco el estilo de Rolin se asemeja al preciso barroquismo del rioplatense. El París que se evidencia en La cerca es un París descomunal, gregario, inhumano, ganado por la violencia y la desdicha. También por una idea del mestizaje que participa, a un tiempo, del temor, la fascinación y el tedio. El observador atento, el viejo flâneur de Poe, sin embargo, sabrá leer el pasado en la rígida ordenación de la ciudad moderna. No en vano, las grandes avenidas que abrió el Barón Haussmann, sirvieron para cañonear a la muchedumbre alzada. Y la avenida del mariscal Ney, que Rolin contempla, le trae a la memoria la guerra napoleónica, la Restauración de la corona y el cuadro de Gérôme donde se ve el cadáver de Ney, fusilado junto a una tapia terriza. Al cabo, la atropellada biografía del mariscal es el hilo rojo que da unidad a estos textos. Su malograda figura es, en cierto modo, metáfora de una realidad más vasta.

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