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Ricardo Menéndez Salmón. Escritor

"Los autores europeos tenemos hoy muchos motivos para la reflexión"

  • El autor se pregunta por la responsabilidad de la mirada ante el horror.

Con Medusa (Seix Barral), Ricardo Menéndez Salmón continúa transitando dos caminos por los que ha transcurrido anteriormente su literatura: ofrece de nuevo una reflexión sustentada en la Historia sobre la maldad, y se acerca otra vez al escenario del arte como lugar de debate, como una posibilidad de consuelo donde también, no obstante, habitan las sombras más estremecedoras. El perfil borroso de Prohaska, fotógrafo y cineasta que consagró su obra al registro de la barbarie, permite al autor una nueva exploración de los abismos de la naturaleza humana desde la profundidad, la sabiduría y la contención que siempre ha exhibido su prosa.

-Medusa reflexiona sobre la responsabilidad de la mirada ante el horror. Su personaje entiende pronto que emitir un juicio lo condenaría a la parálisis.

-La pregunta es también si el mero hecho de mirar no comporta un juicio, si la mirada no esconde una decisión de algún modo ética, si el contemplar el mundo desde un dispositivo tecnológico o una pantalla no implica una decisión. Son muchas las preguntas que resuenan de fondo. Su biógrafo cree que ese aspecto un tanto notario del arte de Prohaska le protege de ese poder contaminante que tendrían las imágenes, que la única manera de soportar lo que se ha visto es desde esa actitud despegada, desafecta.

-Ha querido despojar a ese creador de elementos accesorios, no hay un solo retrato que demuestre cómo era. Usted cree que ahora se da una importancia excesiva al artista, a sus circunstancias.

-Lo que importa en la actividad artística es lo que la obra dice, no las circunstancias personales del autor, y sin embargo hay una especie de espectacularización de la personalidad de los artistas. No hay más que ver la conversión de Houellebecq en una especie de starlette literaria, o a Amélie Nothomb, que ya es un caso extremo, que aparece en casi todas sus portadas.

-Aunque sea un personaje ciertamente escurridizo, ha trabajado su intimidad. Prohaska acude al testimonio del horror para escapar del dolor del hijo muerto.

-La novela ya arranca desde esa intimidad. Las primeras páginas dibujan una especie de mapa familiar marcado por la ausencia, que es la del padre, por una relación compleja con su madre. Este lado emocional dota al personaje de cierta hondura y, supongo, permite que el lector empatice con él. Que junto al fotógrafo de guerra, al documentalista, se retrate al hombre plantea dudas al narrador: hay un doble movimiento de repulsión y fascinación, en el que también hay piedad.

-Stelenski, amigo y biógrafo de Prohaska, se pregunta cómo amar a un hombre que ha estado junto al Monstruo. Es algo que usted también se habrá cuestionado.

-Y no tengo respuesta. Hablo no sólo de Prohaska, sino de todos los Prohaskas que hay en el mundo, porque es un personaje ficticio, pero es plausible. De alguna manera, uno de los temas que más me gusta de Medusa es el propio proceso de redacción, los problemas a los que el narrador se enfrenta a la hora de cincelar un personaje con estas sombras tan profundas. Cuando nos enfrentamos a artistas que defienden una ideología no sólo ajena, sino hiriente, pero tienen una obra de referencia, como ocurre con la gran literatura fascista del XX, ¿qué debemos hacer? Yo creo que hay que leer a esos autores, que en muchos casos arrojan más luz sobre la entraña del siglo que gente más cercana a ti.

-Posiblemente uno de los fragmentos más conmovedores, escalofriantes, de Medusa es la comparación de dos cartas: una de Irène Némirovsky y otra de un burócrata alemán.

-Leí la carta de Némirovsky en las apostillas de Suite francesa, e impresiona porque es de una inocencia... Pedir mantequilla, libros y unas gafas cuando está a las puertas de la muerte... Alguien puede atribuir eso a que Némirovsky era una escritora y los artistas a veces viven en un mundo ajeno, pero yo no creo que sea el caso, es que seguramente aquellas personas no eran conscientes de las consecuencias últimas de todo aquello que estaba ocurriendo. Y luego estaba la carta de Just, que yo descubrí en Shoah, la película de Lanzmann. Estoy convencido de que quien escribió esa carta lo hizo desde un espíritu limpio, cartesiano, como se dice en la novela. Era un tipo al que le llegó la orden de que informara de cómo se estaban llevando a efecto estas ejecuciones, cómo se podían mejorar, y responde con una prosa aterradora que no emite juicio alguno más allá de los aspectos técnicos.

-Medusa es también una reflexión sobre el fin de la inocencia en el arte, sobre la muerte de la belleza.

-Creo que el siglo XX entierra definitivamente la posibilidad de la inocencia en el arte. Y es más, creo que si el arte aspira a tener una posteridad, a día de hoy, tiene que aceptar sí o sí esta herencia, y tiene que reflexionar sobre ella. Porque no hacerlo además nos conduciría a un arte banal e intrascendente, como ha sido buena parte de la plástica en los últimos decenios, que ha hecho casi de la ironía o de la burla de sus propios presupuestos el objeto último de reflexión. Aunque frente a esto hay artistas como Kiefer, con sus trabajos inspirados en Celan... La idea de fondo que quería transmitir es que si el arte sigue desempeñando un papel en la sociedad tiene que aprender de los lugares de los que venimos.

-Usted que ha explorado tanto en sus proyectos el auge del nazismo, del mal. ¿Existen ciertos paralelismos con la actualidad?

-Tengo la sensación de que vivimos una especie de prefascismo en ciertos órdenes, con la suspensión de derechos históricos, por el modo en que el elemento económico se está convirtiendo en una mordaza. Se juega con la dignidad de la gente, hay un temor en el aire que los empresarios están usando a su favor. Me parece que los novelistas europeos tenemos ahora sobre la mesa muchos motivos para la reflexión, debemos intentar descifrar por qué se está llegando a este estado.

-Advierte de los peligros de excederse en la mirada: llegará un momento, dice, en el que no quedará un centímetro del planeta sin filmar y el mundo habrá perdido su misterio.

-Los últimos dos siglos han hecho que el mundo pierda su magia. La última frontera que nos regalaba un mundo encantado era el arte, pero toda la estética del XX nos ha prevenido contra esa idea: el arte es una gran mentira, la belleza es una falacia, debemos escapar de la tentación de caer en esas trampas. Yo me resisto a que ese desencantamiento llegue hasta sus últimas consecuencias. Y en esa reflexión del libro me refería a que la completa desnudez de la mirada resta cualquier misterio, como demuestra la dialéctica entre el erotismo y la pornografía. Yo creo que éste es un tiempo en el que estamos perdiendo el misterio, que vivimos una especie de ocaso del pudor.

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