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de libros

Todo un caballero

  • Inspirada en la figura de un veterano editor desplazado por los nuevos tiempos, la sátira de Thomas Wolfe recrea el final de una época.

El escritor Thomas Wolfe (Asheville, 1900-Baltimore, 1938).

El escritor Thomas Wolfe (Asheville, 1900-Baltimore, 1938).

Continuando con la labor de rescate de las narraciones breves de Thomas Wolfe, el formidable autor norteamericano de entreguerras que -pese a los elogios de contemporáneos de la talla de Faulkner, para quien era, como suelen repetir las solapas, el mejor escritor de su generación- atravesó después de su muerte prematura un periodo de relativo olvido, el sello Periférica ha acogido en su catálogo una de sus obras menos características, alejada del lirismo reconcentrado y la melancolía de fondo que impregnan su escritura caudalosa o en algunos tramos torrencial, más contenida en las piezas cortas. La publicación de El viejo Rivers, donde Wolfe trazó la caricatura del editor Robert Bridges, coincide con el estreno de la película inglesa El editor de libros -Genius (2016) de Michael Grandage, basada en un libro del biógrafo Andrew Scott Berg (National Book Award, 1978) que está disponible en la reciente edición española de Rialp- en la que se evoca la estrecha relación personal entre el narrador y su amigo el gran editor Maxwell Perkins, que también trabajaba para Scribner's y no quiso, como nos informa la nota de Periférica, que la sátira viera la luz por respeto a la figura de su anciano predecesor y colega. De hecho el libro no fue publicado, en las páginas de Atlantic Monthly, hasta 1947, seis meses después de la muerte de Perkins que había sobrevivido casi diez años a Wolfe, cuya obra debe mucho a la generosidad, la dedicación y la perspicacia del primero.

Como sugiere la variación del nombre, es el citado Bridges, por lo tanto, no el benemérito Perkins, el trasunto real de Rivers, objeto de un retrato ácido e inmisericorde que tal vez sea algo injusto con el personaje, pero acierta al convertir su desmedrada figura en paradigma del final de una época. Wolfe comienza reflejando, en una escena antológica que describe el lento despertar de un hombre achacoso, la decrepitud física del editor, encarnación del refinado elitismo de una clase encastillada, ajena a un mundo -marcado por los efectos de la Gran Depresión- que cambia a pasos agigantados y tiene ya poco que ver con el tiempo anterior a la edad del jazz, "una nueva era en la que no habría certezas". Pomposamente llamado el "Decano de las Letras Americanas" y acostumbrado a ejercer como "árbitro del gusto" al frente del antaño prestigioso Rodney's Magazine, donde ha impuesto su criterio durante décadas, old man' Rivers -"todo un caballero"- se precia de su amistad con los presidentes Theodor Rooosevelt y Woodrow Wilson, cuyas fotos dedicadas decoran la habitación del club donde reside, conserva el don para las relaciones públicas en el que ha basado su éxito -más que en el talento del que, dice Wolfe, carece absolutamente- y sigue aferrado a sus costumbres de siempre: revisión de la correspondencia, almuerzos elegantes, cenas de gala y una agotadora vida social en la que el pertinaz soltero alterna con un sinfín de viudas distinguidas.

Guardián de las esencias y los "valores eternos", desde su "fe inquebrantable en la entereza fundamental, en la pureza y el buen juicio de la vida americana", Rivers está obsesionado por la decencia y desaprueba -aunque no lo dice expresamente, pues su discurso vacío evita las discusiones e intenta complacer a todo el mundo- las libertades expresivas de los jóvenes, en particular el uso de "palabras feas" que caracteriza a autores como ese obsceno John Bulsavage (Hemingway) u otros realistas depravados -Fitzgerald, el propio Wolfe- que serían apadrinados por Perkins. Su problema es que el ascendiente de la revista ha decaído y ello, consideran con razón sus promotores, tiene que ver con que el veterano editor no ha sabido jubilarse a tiempo. Finalmente desalojado de la dirección, pero incapaz de retirarse del todo a la "granja sabina" donde pensaba pasar sus últimos días, Rivers se aferra a un método crítico que selecciona a los escritores interesantes en función no de sus capacidades literarias, sino de su relevancia social, consignada en el Who is Who que es de hecho su principal herramienta de trabajo. En los accesos de abatimiento, él mismo consulta su propio nombre -la semblanza, consignada por Wolfe, completa la estampa- para recordarse su preeminencia inmarcesible.

El brillante relato de Wolfe no está exento de crueldad, lo que no evita que sintamos cierta simpatía por el dinosaurio -después de todo un hombre "viejo, cansado, triste, solo"- que ha permanecido fiel al canon fijado por la prosa reticente de Henry James o Edith Warthon, autores a los que Bridges publicó en Scribner's Magazine, y no puede aprobar el lenguaje desinhibido y la falta de pudor de los muchachos de la Generación Perdida. Sustituidos por meros gestores o avezados agentes comerciales, los editores patricios a la presuntuosa manera de Rivers/Bridges han pasado a la Historia y si alguien hoy se propusiera satirizar la figura del editor puritano -especie más cómica que dramática, como se deduce de estas páginas- encontraría los mejores modelos no en los ejecutivos de las grandes firmas, figuras por lo general tan provisionales como intercambiables, sino en esos personajes densos, verbosos, supuestamente contestatarios que denuncian el mercantilismo o se jactan de su independencia, pero asumen con acrítica mansedumbre las bobas consignas de la corrección política. Tal es el nombre actual para lo que nuestros recatados abuelos llamaban el decoro.

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