De libros

Otras democracias

  • El filósofo Jacques Rancière reflexiona a través de Baudelaire, Keats, Conrad o Woolf sobre el cambio de paradigma que significó la modernidad.

El hilo perdido. Ensayos sobre la ficción moderna. Jacques Rancière. Trad. y notas de Javier Bassas Vila. Ediciones Casus Belli. Madrid, 2015, 144 páginas. 15 euros.

En este profundo librito Rancière busca ejemplos que desbrocen de tópicos la interpretación de la modernidad estética aplicada a la literatura, la poesía y el teatro. Quizás falte en la ecuación el cine, aunque el filósofo, que ha escrito largo y tendido sobre el arte de las luces y las sombras, esté a punto en varios momentos de nombrar lo que la imagen cinematográfica, heredera de la fotografía, trajo consigo en este colofón del XIX: una extrañeza policéntrica donde el rico y el potentado podía ocupar flagrantemente el mismo campo, el mismo antijerárquico desorden de lo real, que el más ínfimo representante del pueblo llano. La máquina que registra quizás sea la culminación (o la ambigua exacerbación) de esta democracia artística que trajeron consigo los nuevos tiempos.

El hilo perdido empieza a buscar síntomas en los detalles de "esos libros que para nosotros son ejemplares [y] fueron primero no-libros, relatos erráticos, monstruos sin columna vertebral". Se refiere aquí Rancière a la interpretación oficial, coetánea pero también posterior -en especial la de la crítica marxista o la de los análisis del Barthes estructuralista- de las novelas realistas de Balzac o Flaubert, donde la inflación de minuciosas descripciones ahogaba la acción. Allí, en aquella saturación de pormenores, donde el formalismo denunciara un simple sustituto de lo verosímil -el efecto de real- y la postura ideológica el reflejo de una burguesía planeando eternizarse, es donde Rancière, en cambio, señala la primera gran grieta de la ruptura del orden representativo. Un cisma, y aquí la clave, que se vincula al núcleo de las mejores tramas realistas del XIX, donde queda revelado el acceso del pueblo a formas de experiencia que antes le estaban vedadas. Así, cuando Barbey D'Aurevilly despacha La educación sentimental argumentando que se trata de "una flânerie en lo insignificante, lo vulgar y lo abyecto por el mero placer de pasearse entre todo eso", expresa a las claras que tras el orden orgánico de la poética de la representación verosímil, de la ciencia literaria de las causas y los efectos, había una base social, una élite elegida, y sólo ella podía responsabilizarse del relato "bien construido".

Lo que entresaca Rancière de este momento de la literatura es que tras el tan cacareado y malinterpretado "efecto de realidad" se escondía un "efecto de igualdad", un conflicto en el reparto de lo sensible al que por primera vez se asomaba otro tipo de personajes, unos que transgredían las fronteras entre las "formas de vida" alumbrando una más densa textura de lo real. La ideología del escritor podía aparecer incluso enfrentada a este asalto del subalterno a lo sensible, pero a través de la subversión igualatoria adherida al ataque al "corazón político de la verosimilitud" el literato sellaba un nuevo pacto entre la palabra y el límite: que cualquiera -un personaje normalmente sacrificado en la novela- pudiera sentir cualquier sentimiento, emoción o pasión, iba parejo al radical descubrimiento del poder impersonal de la escritura.

Es a esta herencia que absorbe la novelística moderna, en los ejemplos de Conrad y, especialmente, Virginia Woolf, a la que el filósofo le dedica las páginas más brillantes de un libro que guarda otros pequeños tesoros, como la reapropiación desde la estética (en tanto que disciplina que inaugura una nueva relación entre las cosas de la vida y las del arte, un renovado abrazo entre poética y política) de la obra de Keats y Baudelaire, cuya experiencia de la ciudad y la multitud escapa aquí al yugo interpretativo de Benjamin, vista como una refutación del modelo orgánico que no resulta en una "destrucción de la experiencia" sino en la asunción de la vida como potencia que excede y desorganiza.

A las consecuencias de ese todo desgarrado, de esa pérdida del flujo entre las partes y la totalidad que Deleuze resumió, hablando de cine, en el advenimiento de sensaciones ópticas y sonoras puras, les halla Rancière un espejo literario en las páginas de la autora de Al faro. Es la Virginia Woolf que habla de "la gran democracia de los átomos sensibles", del halo luminoso compañero de las vivencias anónimas que se desatan en lo doméstico, la que aquí es convocada para dar ejemplo de un fundamental cambio de paradigma. Ahuyentada la verosimilitud, instalados en el crisol en el que los tiempos coexisten y lo transmisible baila con lo opaco, las heroínas woolfianas habitan novelas donde, en contra de la opinión esclerotizada, no dejan de pasar cosas, pero muchos de estos acontecimientos no son ya conceptualizables ni reducibles a un encadenamiento de causas. Aún condenadas por la tiranía de la trama, le han donado a la escritora "la respiración impersonal de la frase", una videncia que trasciende la enunciación y la identidad, ahí donde reluce la poderosa diferencia de la escritura.

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