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El interior del tiempo

  • Todorov se adentra en su nuevo ensayo en la pintura holandesa del XVII, una de las más conocidas, y sin embargo enigmáticas, de la modernidad.

Elogio de lo cotidiano. Tzvetan Todorov. Trad. Noemí Sobregués. Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2013. 128 páginas. 22 euros.

En este breve y sobresaliente ensayo de Todorov nos acercamos a una de las pinturas más conocidas, y sin embargo enigmáticas, de la modernidad: la pintura holandesa del XVII, que alcanza su cima, su ápice de luz en Vermeer, y una intimidad ambarina, propicia, en suspensión, con el magisterio de Rembrandt. ¿Por qué Holanda comienza a pintar el interior de las viviendas, su domesticidad callada, como cifra de una burguesía pujante? ¿Por qué se orillan el motivo mitológico y la imagen religiosa en beneficio de esta realidad inmediata, viva e infrecuente? ¿Por qué, en suma, el temblor atmosférico de Velázquez encuentra, de algún modo, su correspondencia en la pintura del norte? Quizá el mayor acierto del presente ensayo sea el de explicar con sencillez, atenido a la propia evolución de la pintura, un fenómeno complejo. Dicho fenómeno, común a toda Europa, y no sólo a los países de la Protesta, es lo que pudiéramos llamar la inesperada "desacralización del mundo".

No parece casual que Todorov acuda a la autoridad de Wölfflin para iluminar algún pasaje de este Elogio de lo cotidiano. En Wölfflin se postulaba una "Historia del Arte sin nombres", vale decir, analítica, conceptual, sin personalizar en exceso la evolución artística; y eso es lo que, fundamentalmente, se acomete en las páginas que ahora glosamos. Esto no significa que Todorov prescinda de la nomenclatura esencial en la pintura holandesa del XVI-XVII (Rembrandt, Hals, Vermeer, Metsu, Ter Borch, De Hooch, etcétera); pero sí que la utiliza en servicio de unas categorías que pretenden explicar esa nueva forma de concebir la pintura que, si bien participa del retrato, no excluye la alegoría, el cuadro de costumbres y una escenificación de la moral, cuyo ámbito es la intimidad burguesa. Tales categorías: el realismo, lo cotidiano, el amor al mundo, la individualidad, son a su vez el producto de dos factores determinantes: la religión protestante y el comercio con las Indias Occidentales. De la Protesta vino la prohibición de reproducir imágenes religiosas, y en consecuencia, la proliferación del retrato, del paisaje, de la pintura costumbrista y profana; del comercio de ultramar, el silencioso esplendor que contemplamos en los cuadros de Vermeer y De Hooch. De la conjunción de ambos, y de la mirada científica sobre el mundo, resultará una paulatina desacralización del arte, en la que el hombre ocupa el lugar destinado, hasta entonces, a sus viejos dioses.

Todorov menciona ambos aspectos, sin detenerse en ellos; lo cual le ha permitido una rauda y completa visión del conjunto. No es necesario un análisis más detallado, como Los retratos de grupo holandeses de Riegl, para señalar esta conjunción anómala de la que nace "el amor al mundo" presente en la pintura del XVII. Y no sólo en la pintura holandesa. También en los bodegones y paisajes que a partir de entonces (Cotán, Velázquez, Poussin, Claudio Lorena), prestarán una atención a lo real, a la pintura del natural, inexistente hasta aquella hora. Queda por explicar, no obstante, una cuestión que atañe esencialmente a este modo de pintar lo cotidiano, y que Todorov, quizá, no ha considerado relevante. Al mirar estos cuadros, ¿estamos, realmente, ante una pintura desacralizada? ¿No es el lujo, el refinamiento, la riqueza suntuaria que aquí se exhibe, un eco del ideal protestante? ¿No es el éxito comercial, y su reflejo doméstico, la trasposición de una ética, la imposición de una estética, refrendada por la divinidad? Siguiendo a Weber, es posible leer la pintura holandesa como una forma de aposentarse en el mundo, de tomar posesión de él (ahí estaba la Compañía Holandesa de las Indias Occidentales), heredera de la doctrina calvinista. Esto, sin embargo, sería una cuestión de segundo grado -crucial sin duda-, pero velada por la inmediatez del lienzo. El Elogio de lo cotidiano trata justamente de lo contrario: de la desaparición de lo sagrado en la pintura del XVII, y de su cambio por una intimidad burguesa, bañada en la clara y fatigada luz del norte.

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