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CLÁSICOS OLVIDADOS DEL SIGLO XX (VII)

¡Oh, bendito mar septentrional!

  • Para Murdoch, el amor real consiste en traspasar el velo de la ilusión romántica para aceptar la turbia realidad que tenemos ante nosotros

La escritora irlandesa Iris Murdoch.

La escritora irlandesa Iris Murdoch.

Esta serie se centra en relatos del siglo XX que por alguna razón no han alcanzado la fama que se merecen. Hoy haremos una excepción con El mar, el mar, de Iris Murdoch. Primero, porque se trata de una novela. Y en segundo lugar, porque es una novela conocida, sobre todo en el mundo anglosajón. El problema es que Iris Murdoch no es una escritora lo suficientemente apreciada en España. Y ya es hora de que empecemos a leerla.

Y aquí tenemos a Charles Arrowby, el protagonista de El mar, el mar, recluido en un caserón destartalado, al borde del mar, donde se propone escribir sus memorias. Arrowby ronda los 60 años y ha sido actor y director de teatro. Uno de sus mejores papeles ha sido Próspero, el mago de La tempestad de Shakespeare (el espíritu shakespeariano siempre flota sobre las novelas de Murdoch), y está claro que el retiro de Arrowby recuerda el retiro de Próspero en su isla perdida. Charles Arrowby se define como "el más corrompido de los hombres", y tiene motivos para sentirse así. En Londres le apodaban el Tártaro, dada su fama de vanidoso y de insoportable. Pero Arrowby se ha marcado ahora el propósito de "llegar a ser bueno", y justamente por eso se ha retirado a ese remoto lugar de la costa. "¡Oh, bendito mar septentrional, un mar de verdad con limpias mareas misericordiosas, no como el Mediterráneo, turbio y hediondo!", escribe Arrowby –con la prosodia de un salmo–, que parece decidido a librarse de su turbio y hediondo Mediterráneo interior.

¿Por qué quiere llegar a ser un hombre bueno? Ni él mismo lo sabe. Quizá porque se ha hecho viejo, o quizá porque se aburre de su vida de déspota y manipulador, o quizá porque le tienta conocer la bondad como si fuera un personaje muy complejo que nunca se atrevió a representar en el dramatis personae de la vida. El caso es que Arrowby nos quiere hacer creer que quiere arrepentirse de toda una vida dedicada al egoísmo. Quizá, en el fondo, ese deseo no sea más que un destello crepuscular de su inextinguible egolatría. Otro más.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro.

El personaje de Charles Arrowby está inspirado en el escritor Elias Canetti, con el que Iris Murdoch tuvo una relación amorosa en los años 50. Al igual que Canetti, Arrowby es un tirano manipulador y posesivo. Arrowby tuvo muchas mujeres –y algunas lo amaron hasta la muerte–, pero a todas las abandonó porque es una divinidad que juega con sus títeres y los destruye y luego los deja tirados. Arrowby, además, es el típico narrador capcioso: nada de lo que dice es fiable, ya que engaña a los demás en la misma medida en que se engaña a sí mismo. Su casa le parece acogedora y coqueta, pero en realidad es un caserón inhabitable, sin electricidad ni agua caliente, que encima le ha costado un ojo de la cara. A la hora de comer se considera un gourmet, pero en sus recetas abundan las habichuelas con kétchup y las cebollas hervidas. En todo momento dice disfrutar de la soledad, pero está muy impaciente por recibir cartas de sus amantes y amigos. En realidad, el ego de Arrowby es una lente deformante. Todo lo que ve se trasforma en una turbia proyección de su propia mente.

Iris Murdoch tiene una capacidad asombrosa para poblar la novela de personajes. Hay momentos de El mar, el mar que recuerdan la famosa escena del camarote de los hermanos Marx, ya que un montón de antiguas amantes y de viejos amigos de Charles deciden ir a visitarlo a su casa frente al mar. Y a partir de ese momento, la novela salta en una misma página de la farsa al drama lírico, y de la alta comedia a la novela de suspense, y a ratos incluso se interna en la novela de terror. Y eso ocurre cuando Arrowby se encuentra en el pueblo con un antiguo amor de juventud, la pobre Hartley, que ahora está casada y tiene un hijo adoptivo. Hartley se ha convertido en "una robusta mujer de edad con un vestido informe, parecido a una tienda de campaña", pero Arrowby está convencido de que esa mujer sigue siendo la joven inocente que le robó el corazón y que ahora podrá transformarlo en un hombre bueno. A partir de ahí se inicia el delirio posesivo de Charles, que convierte a una Aldonza Lorenzo inglesa en una especie de Dulcinea, hasta el punto de que rapta a la pobre Hartley y la somete a toda clase de torturas psicológicas, aunque la mujer le suplique continuamente que la deje volver a casa.

Para Iris Murdoch, que poseía un intelecto formidable además de un portentoso conocimiento de la naturaleza humana, el verdadero amor –que ella asociaba con el bien moral– no es el amor erótico, que para ella es egoísta y utilitarista. Para Murdoch, el amor real consiste en traspasar el velo de la ilusión romántica –que siempre es autoengaño– para aceptar la turbia realidad de lo que tenemos ante nosotros. Por lo tanto, la persona amada no es Dulcinea del Toboso ni Julieta de Verona ni el conde Vronski, sino "una robusta mujer de edad con un vestido informe, parecido a una tienda de campaña". Amar a alguien –nos dice Murdoch– consiste en aceptar que la persona amada suele ser un plato de habichuelas con kétchup que hay que compartir, en una noche de lluvia, en un incómodo cuartucho que tiene una gotera en el techo.

Al final de la novela –que no desvelaremos–, Charles Arrowby logra ver las focas que llevaba buscando desde que se instaló en ese caserón frente al mar. ¿Ha conseguido convertirse en una persona mejor? ¿Ha dejado atrás el turbio y hediondo Mediterráneo que llevaba dentro? Iris Murdoch, por supuesto, nunca nos lo aclarará del todo. Somos nosotros, los lectores, quienes tenemos que descubrirlo.

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