De libros

Desde el otro lado del abismo

  • Acantilado publica las cartas de Imre Kertész a Eva Haldimann, la traductora y crítica con la que el futuro premio Nobel mantuvo durante un cuarto de siglo una valiosa correspondencia.

Cartas a Eva Haldimann. Imre Kertész. Traducción de Adan Kovacsics. Editorial Acantilado. Barcelona, 2012. 160 páginas. 18 euros.

Es de suponer que la mayoría de los lectores no había oído hablar de Imre Kertész hasta que el mundo se despertó con la noticia de que un viejo judío húngaro de tez como rojiza, del que poco o nada sabíamos hasta entonces y que según afirmaban los teletipos había publicado su primer libro pasada la primera mitad de la cuarentena, había ganado el Nobel de Literatura. Entre nosotros, sin embargo, aunque recientemente publicados, dos de sus libros no eran desconocidos, y ambos los había dado a conocer el benemérito Jaume Vallcorba. En efecto, tanto Sin destino (1975) como Kaddish por el hijo no nacido (1990), dos incuestionables obras maestras de la narrativa del siglo XX, aparecieron en Acantilado un año antes de la concesión del premio, y la misma editorial catalana ha seguido publicando desde entonces otros libros de Kertész en versiones de Judith Xantus -el primero de los títulos mencionados- y sobre todo Adan Kovacsics, obras como Fiasco (1988), La bandera inglesa (1991) o Diario de una galera (1992). A ellas se une ahora este breve pero interesantísimo volumen donde se reúnen las cartas escritas por Kertész a la traductora y crítica literaria Eva Haldimann, a lo largo de un cuarto de siglo que acaba justamente con el reconocimiento universal de 2002.

Todas las grandes obras narrativas sobre el Holocausto -es decir, no las que se han acercado a aquella tragedia inconcebible a partir de las fuentes documentales, sino las que fueron escritas por los escasos supervivientes de los campos, que en su gran mayoría eran entonces jóvenes o adolescentes- carecen de retórica, no porque no sea posible escribir poesía después de Auschwitz, como afirmó famosamente Adorno, sino porque el testimonio directo del horror es o se diría incompatible con el patetismo y menos aún con la truculencia. Tanto la célebre y formidable trilogía del italiano Primo Levi (El Aleph o Debolsillo) como las magníficas Crónicas del mundo oscuro del francés Paul Steinberg (Montesinos), que compartió cautiverio con Levi en el mismo lager, pero también, por poner un ejemplo menos conocido, la casi minimalista Sin flores ni coronas de la francesa Odette Elina (Periférica), comparten esa visión fría, desapegada y por ello doblemente conmovedora. Nunca será más adecuado hablar de género aparte como a propósito de la Shoah, si seguimos la denominación que con tanto coraje impuso Claude Lanzmann, el gran cineasta al que debemos la verbalización de lo inexpresable. Y a ese género pertenece Sin destino. Toda la obra posterior de Kertész, que necesitó tres décadas para poner por escrito lo que había vivido, se muestra deudora de aquella tardía primera novela que no era una mera evocación autobiográfica y precisó de un tiempo considerable para ser apreciada en todo su valor extraordinario.

De asuntos como este, el modo en que fue recibida la obra de Kertész, hablan las cartas, que salvo algunas muestras tempranas se refieren ya a un momento -posterior a la liberación de los países del Este- en que el talento del escritor comienza a ser reconocido y valorado. En el monumental filme de Lanzmann comprobamos con estupor y vergüenza cómo en Polonia los habitantes de las zonas próximas a los antiguos campos de exterminio seguían afirmando que los judíos, de alguna forma, se lo habían buscado. En la Hungría comunista y en otros países del bloque soviético, empezando por la propia URSS, el antisemitismo -véase también el caso del hoy recuperado Vasili Grossman- siguió extendiendo su aliento fétido después de acabada la guerra y por ello, entre otras razones, pudo ocurrir que una obra como la de Kertész pasara relativamente desapercibida en su país natal, mientras duró la dictadura. Con todo, el clima de podredumbre moral que imperaba en la época, aunque ya entonces declinante, también se refleja en las cartas, que recogen algunas de las polémicas en las que Kertész se vio envuelto. Otras nos informan de la vida cotidiana del escritor, de su trabajo o de la progresiva conversión de Hungría en una sociedad libre. Por desgracia, nos informan los editores, las cartas de Haldimann "apenas" se han conservado (¿por qué no las guardó el escritor?), aunque el volumen incluye dos muestras, una de ellas la felicitación por el Nobel con la que se cierra la correspondencia, en la que Eva -bendita mujer- le recuerda que en las cartas que ha recibido "se habla de muchas cosas importantes".

El volumen se cierra con varios apéndices que recogen extractos de los artículos dedicados a Kertész por Haldimann -que realizó una impagable labor de difusión de los autores húngaros en el mundo de habla alemana-, fragmentos de entrevistas y algunos de los documentos mencionados en las cartas. En uno de los primeros, aparece citada una estremecedora frase de Diario de una galera: "Practicar la muerte, ejercitarse en ella. ¿Cómo? En primer lugar, escribiendo siempre desde la muerte (desde el otro lado del abismo)". Es ese mismo abismo que conocieron los que Lanzmann llamó revinientes, porque presenciaron la muerte misma y sobrevivieron por puro azar, porque habrían debido morir y sin embargo regresaron a la vida. Algunos de ellos, como Kertész, lograron además convertir las humillaciones, el dolor, las heridas físicas y morales en literatura, clara, transparente, purificadora. Leer sus libros es una experiencia única, que entre otras cosas debería servir para mantenerse alerta frente a la barbarie revisionista. "No olvide usted -le dice Kertész a Haldimann- la frase de Sándor Márai: La mentira nunca ha sido una fuerza tan creadora de historia como en el siglo veinte".

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