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Liberty Bar | Crítica

Teoría de lo nimio

  • 'Liberty Bar' es otra entrega de la serie protagonizada por inspector Maigret, que precipitó a la fama al polígrafo belga Georges Simenon

Rowan Atkinsons caracterizado como Maigret

Rowan Atkinsons caracterizado como Maigret

Un acierto inesperado, pero no menor, de la televisión británica, ha sido éste de imaginar la fisonomía de Maigret con los rasgos, entre asustados y perplejos, de Rowan Atkinson. Una de las marcas distintivas de Maigret era, precisamente, la indistinción de sus facciones, que no guardan relación alguna con el aristocrático perfil de Sherlock Holmes o las formas, acusadamente ovoidales, de monsieur Poirot, y que señalaban exteriormente la interna excepcionalidad de tales personajes.

Maigret, como el padre Brown, es un ser anodino. Y, de hecho, es este carácter moderno de Maigret (el hombre de la multitud de Poe, el hombre sin atributos de Musil, el hombre-masa que construye/destruye todo el XX), el que propiciará, de alguna manera, esta aventura de Maigret en la Costa Azul, en la Francia de 1932.

El muerto de Liberty Bar es un muerto con pasado. Al parecer, fue espía en la anterior guerra. Al parecer, ha diseminado su rastro familiar por la ancha geografía del globo. Al parecer, el difunto señor Brown era un millonario con yate que tuvo su hora de esplendor no hacía demasiados años.

Pero ahora el señor Brown ha muerto. Y el inspector Maigret le ha tomado un repentino cariño que no es sólo fruto de la indefensión, de ese frío despojamiento que acucia y galvaniza a los cadáveres. El señor Brown guarda cierto parecido con Maigret, y es este hermanamiento, esta difusa simpatía, la que instiga de algún modo las indagaciones.

Unas indagaciones, por otra parte, muy sencillas (Liberty Bar no es, en absoluto, una novela compleja), pero que nos muestran el astuto magisterio de Simenon, que dirige los conflictos humanos desde el esbozo de una gran conspiración a unas causas más modestas y verosímiles.

El siglo XIX estuvo lleno de grandes dramas conspirativos en los que los jesuitas, los masones, los Sabios del Sión, el peligro amarillo, el propio Moriarty, etcétera, actuaban como categoría última de una anécdota engañosamente menor. En Simenon, anécdota y categoría se corresponden ya en una poética de lo nimio que es también la poética, la única poética, que le cupo al XX.

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