Luces de varietés | Crítica

No digas 'berlanguiano' en vano

  • Manuela Partearroyo traza en Luces de varietés los distintos puentes que tendieron durante los años 50 y 60 las cinematografías española e italiana gracias a la huella grotesca de Valle-Inclán

Imagen de 'Los jueves, milagro' (Luis García Berlanga, 1957).

Imagen de 'Los jueves, milagro' (Luis García Berlanga, 1957). / D. S.

Cuando en bachillerato leí Luces de bohemia, de Valle-Inclán, supe que había aprendido la manera de explicar España. Nunca hasta entonces había apreciado tan claramente las miserias que duran hasta hoy: mejor que en las clases de Historia, lo había entendido todo a través del fondo del vaso y de espejos cóncavos y convexos. Pocos años después fui al teatro a ver una representación con el aforo al máximo y también participé en una ruta valleinclaniana por Madrid que más bien parecía una manifestación de forofos de Max Estrella y Don Latino. Todo ello confirmaba que estaba ante un fenómeno del todo popular que se refundaba cada vez que alguien se refería a algún aspecto de España, muy frecuentemente de su política, como "un esperpento". De la misma manera, la mirada se me fue afilando –y tal vez deformando– gracias a la cinematografía patria, especialmente la de mediados de siglo: entendí aún mejor este país viendo Bienvenido, Míster Marshall o El verdugo, películas históricas y celebérrimas, aunque ahora, injusta e inexplicablemente, no encuentren nuevos ojos, cuando más que nunca convendría que repusieran –¡o rodasen!– joyas sobre el problema de la vivienda como El inquilino (Nieves Conde, 1957), El pisito (Ferreri y M. Ferry, 1959) o La vida por delante (Fernán Gómez, 1958), siendo como somos –como seguimos siendo– Plácidos errabundos con la letra del motocarro siempre por pagar.

Lo decía el otro día Luis Alegre, que acaba de publicar ¡Hasta siempre, Mr. Berlanga! (Random Cómics), entrevistado por Aloma Rodríguez en Hoy Empieza Todo (Radio 3): "especialmente a los jóvenes, pero (...) gente de esa talla (...) a la inmensa mayoría de la gente le da completamente igual". ¿Habrá quien las perciba –sin haberlas visto, claro– como comedias oficiales del régimen? A lo popular le ha pesado siempre ese tópico, pero salvo excepciones –que las hay: sin ir más lejos, el final de El cochecito y el de Los jueves, milagro están completamente alterados– estas películas supieron sortear la censura, colar la crítica a través de la risa amarga y fría –porque uno siente que en el fondo se está riendo de sí mismo– y llenar las salas, algo que muchos directores políticamente comprometidos no alcanzaban a conseguir.

Portada del libro. Portada del libro.

Portada del libro. / D. S.

Tan sólo fijándonos en los créditos de estas y otras cintas españolas fechadas entre los años 50 y la primera mitad de los 60, encontramos nombres italianos de directores, guionistas y actores pululando; y si uno atiende a los argumentos de películas italianas coetáneas e igual de negras como Divorcio a la italiana (Germi, 1961), Rufufú (Monicelli, 1958) o Los inútiles (Fellini, 1953) le parecerá estar asistiendo a un déjà vu. ¿Son mediterráneos nuestros problemas o es mediterránea la mirada? Lo que es seguro es que cineastas de aquí y de allá utilizaron los mismos remedios para idénticas heridas. O, como decía Zavattini (uno de los padres del neorrealismo, poca cosa): "nosotros podríamos ser ellos y ellos, nosotros". Pues bien, en Luces de varietés Manuela Partearroyo se ha empeñado en mostrarnos los puentes entre el cine italiano y el español en torno a un concepto y a un responsable: el grotesco necesario y Valle-Inclán, a quien me refería, no en vano, al comienzo de este artículo. Asegura Partearroyo que el diagnóstico nacional del autor gallego es válido no sólo para España, sino también para Italia, y se apoya en "un secreto a voces entre ensayistas y críticos" que descubrió mientras estudiaba en La Sapienza de Roma: a un joven Fellini le acusaron (con bastante acierto) de plagiar Flor de santidad, de Valle-Inclán, por El milagro (1948), un mediometraje de Rossellini en el que Fellini trabajó de ayudante de dirección, guionista y actor.

Con ese punto de partida ("un antes y un después en la cinematografía neorrealista"), la autora (que es filóloga y doctora en Estudios Literarios) avanza y retrocede en el tiempo por un recorrido concurrido de nombres, fechas y datos, pero también asequible y apasionante que atraviesa, al menos, 28 películas enmarcadas en el más allá del neorrealismo y en el grotesco necesario, alumbrándonos con el relato de la estancia de Valle-Inclán en Roma como director de la Academia Española de Bellas Artes (1933-1935), su amistad con Anton Giulio Bragaglia y su legado: traducciones de sus obras al italiano y una reposición tras otra de Los cuernos de don Friolera, uno de sus esperpentos. Mientras, en España, entre 1951 y 1953 varios de nuestros más destacados realizadores asistieron a la I y II Semana del Cine Italiano del Instituto Italiano de Cultura de Madrid, donde pudieron acceder a películas neorrealistas y de vanguardia prohibidas en las salas de cine.

Fotograma de ‘El pisito’ (Marco Ferreri e Isidoro Martínez-Vela, 1959). Fotograma de ‘El pisito’ (Marco Ferreri e Isidoro Martínez-Vela, 1959).

Fotograma de ‘El pisito’ (Marco Ferreri e Isidoro Martínez-Vela, 1959). / D. S.

El grotesco necesario aparece así como un "condimento que se le añade a la realidad para alterar o deformar la visión que de ella tengamos" y que surge primero en Italia y poco después en España, "justo cuando se agota el neorrealismo y antes de que la experimentación acabe por desatar el corsé de las ficciones convencionales". A finales de los 40, explica Partearroyo, "las secuelas de la guerra siguen vigentes", pero "esa urgencia del documento presente va quedando atrás y sus creadores más representativos viran tanto temáticamente como estéticamente hacia otros derroteros". La llamada Ley Andreotti (1949) "censuraba las crudezas en el cine neorrealista" y "favorecía a las grandes casas de producción que comenzaban a preferir los productos comerciales", lo que llevó a los cineastas a actuar como sus inminentes protagonistas: tenían que encontrar atajos, buscarse la vida. Adoptarán una tonalidad distinta, grotesca, crispada e irónica para "lanzar con sutileza las más irreverentes opiniones" acerca de la sociedad italiana del desarrollismo. El personaje principal va a ser un tipo que, como el Plácido berlanguiano, busca arreglar su asunto, medrar; un hombre corriente "que trata de seguir adelante en este mundo que ha puesto la velocidad de crucero sin avisarle". Lo pondrá todo patas arriba, dará lugar a escenas de sainete, embaucará a unos y a otros y al final, cuando parezca que casi consigue lo que ansía, la vida lo pondrá en su sitio. Todo seguirá igual o peor. "Yo no creo que el humor sea negro, yo lo que creo es que lo que es negra es la vida", decía sabiamente Azcona.

Directores como Berlanga, Ferreri, Nieves Conde, Flaiano, Bardem, De Sica, Fernán Gómez o Fellini recurrirán a los orígenes populares, concretamente al carnaval, argumenta Partearroyo, que "regala a la sociedad moderna la irreverencia, la sensación de caos y la apertura ilimitada", eso sí, durante un tiempo acotado, justo antes del entierro de la sardina, de que los americanos pasen de largo por Villar del Río. Formalmente usarán el disfraz, la treta para fingir (hay numerosos ejemplos: Pepe Isbert como falso paralítico en El cochecito y como san Dimas en Los jueves, milagro y hasta se podría decir que la iglesia entera es un carnaval para Fellini: recordad su desfile de moda en Roma), la caricatura (no es casualidad que Azcona saliera de La Codorniz y Fellini de Marc'Aurelio), la tipificación (por algo los actores secundarios son tan importantes en la cinematografía española y en la italiana de estos años: debe haber diversidad para emular el caos de la vida cotidiana), el distanciamiento (se trata de dotar al cine de sentido literario y de enseñar su armatoste a los espectadores: Fellini suele mostrar lo que está tras los focos, Fernán Gómez hace de narrador en La vida por delante y hay una voz en off en Bienvenido, Míster Marshall) y la distorsión a través de planos picados o contrapicados (imposible no citar aquí el plano general, pero elevado, de la secuencia más famosa de El verdugo).

Un momento de 'Divorcio a la italiana' (Pietro Germi, 1961). Un momento de 'Divorcio a la italiana' (Pietro Germi, 1961).

Un momento de 'Divorcio a la italiana' (Pietro Germi, 1961). / D. S.

En esta historia de encuentros y puentes de un lado a otro del mediterráneo, Rossellini irá en busca de Fellini a su tienda de cómics; Fellini resucitará a Valle-Inclán; La Codorniz auspiciará El pisito de Azcona, que un Ferreri recién llegado a España estará loco por llevar al cine; Zavattini se encandilará de España y de Berlanga, y Fellini le presentará a Flaiano, que firmó con el director valenciano Calabuch y El verdugo. Sí, Flaiano, el mismo que trabajó en La strada, Las noches de Cabiria o La dolce vita. Parece de película, pero pasó de verdad. Así que, por favor, no digáis berlanguiano como quien dice kafkiano o bizarro. No hagáis el ridículo. Leed este libro y gozad estas películas, pues somos nosotros mismos.

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