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Los que le llamábamos don Manuel | Crítica

El hombre que fue Azaña

  • Cuarenta años después de su primera edición, la vívida semblanza que Josefina Carabias dedicó al escritor y político republicano sigue siendo uno de los mejores retratos del personaje

Manuel Azaña (Alcalá de Henares, 1880-Montauban, 1940).

Manuel Azaña (Alcalá de Henares, 1880-Montauban, 1940).

Demonizada y arrastrada por el barro durante la dictadura, la figura de Manuel Azaña fue rehabilitada tras la restauración de la democracia que con razón reconocería en el alcalaíno, luego de décadas de difamación y menosprecio, al político más representativo de la Segunda República, un escritor e intelectual de gran estatura que pese a sus errores encarnó lo mejor de aquella España malograda. El renovado interés por su personalidad y trayectoria se tradujo en la recuperación de sus libros y aparecieron otros, debidos a estudiosos o supervivientes, que analizaban su legado sin prejuicios, desmintiendo las insidias de la propaganda franquista. Escrito con motivo del centenario de su nacimiento, en línea con la proliferación de memorias que caracterizó los años posteriores a la desaparición de la censura, Los que le llamábamos don Manuel destaca en la ingente bibliografía sobre Azaña por su cualidad de vívido y amenísimo retrato, debido a una excelente periodista, Josefina Carabias, que lo trató de cerca y quiso dejar por escrito –murió en 1980, meses antes de verlo publicado– "un modesto testimonio de primera mano" en el que recreaba su propia vida a lo largo de la vertiginosa década de los treinta. Prologada por Elvira Lindo, que reivindica con toda justicia el papel de la autora como pionera del periodismo, la nueva edición de Seix Barral aparece cuando acaban de cumplirse ochenta años de la tristísima muerte del expresidente en el exilio, en un país muy distinto que ha celebrado su contribución, dispone de magnas biografías como la de Santos Juliá y puede acercarse aquí, a través de los recuerdos de Carabias, al hombre que fue Azaña.  

El retrato elude los tonos apologéticos para ofrecer una imagen ponderada

Sabemos mucho de él gracias a sus diarios, editados por el propio Juliá, o de los abundantes testimonios contemporáneos, pero la evocación de Carabias, que se propuso presentar a un Azaña "despojado de la idolatría incondicional de algunos y del odio feroz de otros", tiene una significación especial por venir de quien fuera una joven admiradora, fiel cronista del sexenio republicano, cuyo relato elude los tonos apologéticos para ofrecer una imagen ponderada, sin otro propósito que el de restituir los verdaderos rasgos de aquel "hombre poco común" que la había tratado con afecto y confianza desde que era una muchacha, aun antes de que decidiera dedicarse al periodismo. Su relato comienza en el Ateneo de Madrid, tan ligado a la trayectoria de Azaña, cuando el futuro dirigente era el menos conocido de los miembros –Alcalá-Zamora, Largo Caballero, Indalecio Prieto, Miguel Maura, Marcelino Domingo– que formaban el Comité donde un grupo de notables aprovechaba el relativo relajo de la dictablanda de Berenguer para conspirar contra la monarquía, por el tiempo de la fracasada sublevación de Jaca, cuando a la salida de un mitin multitudinario Valle-Inclán le confía a Carabias que el orador ateneísta es la "cabeza mejor amueblada de la República", y se centra sobre todo en los efervescentes años del nuevo régimen, dedicando sólo unas páginas al "calvario" de Azaña durante la Guerra Civil y la amarga vivencia del destierro. Sus últimos días los cuenta a través de un conmovido testigo directo, el pintor Francisco Galicia, y cierra el libro con un "apéndice imaginario" donde la autora entrevista a un improbable Azaña redivivo que se lamenta, a propósito de la propuesta de repatriar sus restos, de la "manía española de zarandear a los muertos".

Carabias sabe contar con sencillez, naturalidad y frescura, sin darse aires

Llevada del empeño de contrastar el carácter de la persona que ella conoció con su proyección pública, Carabias no desmiente la fama de hombre hosco, escéptico, pesimista y un punto aguafiestas, capaz de inspirar lo que el mismo Azaña llamaba una "manía patológica", pero matiza esa antipatía –que como se ha dicho tenía algo de soberbia– al resaltar la cordialidad y el tono burlón o irónico que usaba en las distancias cortas, o los "buenos sentimientos" y la honestidad radical que presidieron su actuación, con sus logros y desaciertos. El libro tiene algo de extenso reportaje póstumo, abordado por una brillante veterana –medio siglo de experiencia en el oficio– que no ha renunciado al inicial propósito neorrealista de escribir como se habla, o sea de decir las cosas "sin meterles demasiados adornos literarios". Afín a la escuela antirretórica de Chaves Nogales, de quien se declaró discípula en el memorable epílogo a la segunda edición del Belmonte, Carabias sabe contar con sencillez, naturalidad y frescura, sin impostar la voz ni darse aires. Su postrera reivindicación de Azaña tiene el no buscado efecto de que volvamos los ojos hacia ella, también protagonista de un tiempo que sigue más vivo en las páginas de los cronistas que en el recuento de los libros de Historia.

Josefina Carabias (Arenas de San Pedro, Ávila, 1908-Madrid, 1980) en 1931. Josefina Carabias (Arenas de San Pedro, Ávila, 1908-Madrid, 1980) en 1931.

Josefina Carabias (Arenas de San Pedro, Ávila, 1908-Madrid, 1980) en 1931.

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