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Antonio de Lebrija | Crítica

La ordenación del mundo

  • En el quinto centenario de su muerte, Athenaica publica este excelente breviario, 'Antonio de Lebrija', obra de Juan Gil, donde se da noticia del relieve literario y de la particularidad humana de este hijo mayor del meridión

Portada de la Gramática de Lebrija editada en Lyon en 1534

Portada de la Gramática de Lebrija editada en Lyon en 1534

En la Biblioteca Nacional, en los altos de su escalinata, obra de Jareño, se halla la estatua de Antonio de Nebrija que esculpió Nogués, junto a otras luminarias de la lengua española: Vives, Cervantes, Lope de Vega, y más abajo, como adustos guardianes de otra hora, Isidoro de Sevilla y Alfonso X el Sabio. Quiere decirse que Antonio de Nebrija, como se le conoce comúnmente, es una alta y distinguida guía de nuestras letras, cuyo actual olvido -si ello fuera cierto- se corresponde más con el desinterés general por los estudios humanísticos, que por una improbable injusticia ad hóminem, que exigiría, además, el esfuerzo de conocer su obra.

Juan Gil recuerda el extraordinario relieve cultural de este erudito, metido a cronista real y con fuertes vislumbres de filólogo

A esta importante labor va destinado este breviario de Juan Gil, excelente como todo lo suyo, y que principia por corregir un error, largamente difundido, y que atañe a su apellido de elección (Nebrissensis), vale decir, lebrijano, distinto de sus apellidos por linaje: Martínez de Cala y Jarana. De aquel nebrissensis latino debiera haberse derivado el lebrijano o De Lebrija que aquí corrige Juan Gil; pero lo cierto es que la historia lo quiso de otro modo, y ahí está todavía ese Nebrija impropio, signando, para mayor extrañeza, a uno de los más grandes gramáticos del XVI. Advertidos, pues, de esta ironía, Juan Gil pasa a recordar el extraordinario relieve cultural de este erudito, metido a cronista real y con fuertes vislumbres de filólogo, cuyo más destacado valedor es otro de los nombres fundamentales de la España carolina: el cardenal Cisneros, fundador de la Universidad de Alcalá, donde ejercerá Lebrija.

Por otra parte, en las últimas páginas, Gil recordará el dominio del griego de Poliziano, y su intimidad con la literatura antigua, frente al más cauteloso de Lebrija, aplicado sólo a las Escrituras. Se señala así el incompleto humanismo de Lebrija, ante el de su modelo italiano. Sin embargo, tanto su gramática, como su diccionario, como la Biblia políglota son un fruto mayor del Renacimiento. Pero, no sólo por lo que tienen de riguroso orden y criterio; sino porque dicho criterio responde a un conocimiento histórico. Las Etimologías de San Isidoro se deslizan y danzan dentro del idioma por vía de la similitud (la cual aplicará todavía el gran farsante italiano, el dominico Annio de Viterbo, conocido de Lebrija, para explicar la relación de los pueblos de ultramar con las doce tribus de Israel). Las indagaciones filológicas de Lebrija/Nebrija responden, sin embargo, al procedimiento indiciario que ha estatuido, irreprochablemente, Lorenzo Valla, a quien Lebrija profesa admiración, según recuerda Gil en estas páginas. Como sabemos, este carácter “histórico”, movedizo, singular del idioma, ya lo había aplicado, más modestamente, Petrarca, en sus provechosas indagaciones. Pero será Valla quien lo eleve a técnica depurada e inatacable, en su Refutación la Donación de Constantino de 1440. Todo lo cual será de aplicación -de aplicación científica, cabría decir-, cuando Lebrija acometa la fiel traducción de las Escrituras.

Esta nueva fidelidad al original, de carácter histórico, y destacadamente moderna, es la misma que buscarán, más tarde, y entre otros muchos, Lutero, Erasmo de Roterdam y Baruch Spinoza. El resultado, sin embargo, no dejará de arrojar una incómoda sombra, más acusada aún en el siguiente siglo: la incierta naturaleza temporal, humana, de la Biblia.

En Antonio de Lebrija aún no se ha llegado a esa sospecha, pero sí a su consideración histórica, datable y revisable por criterios ciertos. Ese es el cometido de Lebrija en lo concerniente a su traducción, pero también, y no en menor medida, en su rigorización de la lengua y en el estudio de sus términos. Términos que, como bien recuerda Juan Gil, no se limitan al español y al latín, sino que cuentan ya, junto a las Décadas del Nuevo Mundo de su amigo Pedro Mártir de Anglería, con un vocabulario de los pueblos indígenas. Es, pues, la conversión de la lengua en un instrumento de precisión, fiable, regulable y exacto, lo que parece ambicionar Lebrija, para abordar el conocimiento de las dos nuevas tierras con que comienza el mundo moderno: la vasta ínsula de la Antigüedad y unos países próvidos y asombrosos, cruzado el Mare Tenebrarum.

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