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Un pianista a su pesar

  • Acantilado vierte al español uno de los libros que Bruno Monsaingeon dedicó a Glenn Gould en los años posteriores a su prematura muerte.

Glenn Herbert Gould (Toronto, Canadá, 1932-1982).

Glenn Herbert Gould (Toronto, Canadá, 1932-1982).

Sobre las singulares concepciones musicales y estéticas del pianista canadiense Glenn Gould (Toronto, 1932-1982) se ha escrito y publicado mucho. Acantilado vierte ahora al español con traducción de Jorge Fernández Guerra uno de los libros que Bruno Monsaingeon (París, 1943) dedicó al músico en los años posteriores a su prematura muerte, y que volvió a prologar en 2013. El volumen se divide en tres partes: la primera reúne entrevistas que abarcan casi toda la carrera del músico, pues se datan entre 1956 y 1980; en la segunda, Monsaingeon ha montado en forma de videoconferencia virtual opiniones de Gould en una especie de rueda de prensa que hubiera tenido con diez periodistas de distintas partes del mundo (incluido el propio Monsaingeon); la tercera es un breve capítulo de anexos (18 páginas), que incluye la última entrevista del pianista, sacada de las respuestas manuscritas (e incompletas) a un cuestionario de David Dubal que publicó la revista Piano Quarterly en 1984.

Monsaingeon estudió violín, pero su acercamiento a la música se ha sustanciado a través del ojo de la cámara: sus trabajos documentales con Gould son sólo la punta más visible de una dedicación que le ha llevado a producir obras sobre Nadia Boulanger, Sviatoslav Richter, Julia Varady, Dietrich Fischer-Dieskau, David Oistrakh, Grigory Sokolov, Piotr Anderszewski o Maurizio Pollini. No parece ajeno a su fascinación por el personaje su común percepción del montaje como la más elevada forma de producción artística. Para Gould, "en materia de arte, el fin justifica todos los medios de edición, por más descabellados que parezcan. Poco importa la cantidad de tomas y de insertos siempre que el resultado tenga la apariencia de un todo coherente".

Esa idea de que es en el estudio donde, gracias a la tecnología, el artista puede aspirar realmente a ofrecer lo mejor de sí mismo, combinada con un desprecio radical por los conciertos ("era algo que me resultaba lamentable y deprimente"), trazan el dibujo de un artista enfrentado a alguno de los dogmas más arraigados de la música clásica: que hay algo insustituible en la música en vivo, que sólo la continuidad y la forma interpretativa cerrada garantizan una comunicación de orden espiritual con el oyente. Para Gould, el público de una sala era una carga molesta y el concierto "un medio totalmente muerto para presentar la música de forma creadora o recreadora". En cambio, la cámara y el micrófono se convertían en los vehículos ideales para aproximar la música al oído, siendo la de la escucha una actividad esencialmente privada y preferiblemente solitaria, en la que cualquier manipulación resulta válida para ajustarla al gusto de cada cual. En este sentido, se lamentaba el pianista canadiense de que la tecnología no hubiera llegado todavía a posibilitar el ofrecimiento al comprador de discos de todas las pistas de una grabación para que él compusiera con ella su propia versión de la obra. Gould reivindicaba así el artificio como una forma más auténtica de acceder a la verdad artística que la naturalidad o la espontaneidad.

Frente a lo que pudiera pensarse, detrás de estas ideas no hay esnobismo ni deseos de escandalizar a nadie, sino una visión si se quiere ascética del arte, incluso moralista. Desde su huida de los escenarios con sólo 32 años, Gould pretendió asignar al intérprete una función diferente a la habitual, la de una especie de creador que colabora con el compositor y guía al oyente, para restablecer la unidad esencial entre esos tres agentes del proceso creativo, rota por la concepción artística de la era romántica. "El objetivo del arte es la construcción progresiva, en el transcurso de una vida entera, de un estado de asombro y serenidad", afirma.

Esta filosofía artística llevaba a Gould más allá de su tarea como pianista, incluso más allá de la música en sentido estricto, como muestran sus programas radiofónicos o sus documentales, que defendía desde una concepción puramente musical. Sus relaciones con otros intérpretes (Menuhin, Schwarzkopf, Szell, Richter…) aparecen también en este libro, así como sus juicios, a menudo controvertidos, sobre los grandes compositores (de Orlando Gibbons, su preferido, incluso por encima de Bach, a Boulez) y, por supuesto, su forma de enfrentarse al teclado sólo como el final de un proceso básicamente mental, en el que la imagen musical es tanto más fuerte cuanto más alejada del instrumento: "La idea de que el artista debería ser un atleta cuyo entrenamiento físico tiene que ser permanente me resulta del todo extraña".

Luego están las anécdotas que labraron su imagen de excentricidad: los guantes en verano, el caucho en los brazos para nadar, el agua caliente antes de los conciertos eran sólo la forma de cuidar unas manos que sufrían por una mala circulación. Y la silla, que lo acompañó desde 1953 hasta el fin de sus días, incluso cuando perdió el asiento y quedó convertida en un simple marco de madera con un travesaño ("es sorprendente lo confortable que resulta"), una silla que sencillamente se ajustaba a su ideal interpretativo. Sentado más de veinte centímetros por debajo de lo habitual en la mayoría de los pianistas, "como un jorobado", Gould renunciaba a los ataques de brazo y antebrazo para ganar un mayor control de los dedos sobre la articulación de la frase, logrando con ello ese característico sonido en staccato que le permitía desvelar con insólita transparencia la riqueza de voces de la polifonía. La idea del virtuoso romántico desaparece por completo. La música como abstracción era la meta de un hombre que aspiraba a "dirigir la atención a las cualidades espirituales inherentes a la música misma", que pretendía que el proceso mecánico de la interpretación fuera imperceptible, expresando así de otro modo el antiguo sueño de Debussy de alcanzar el corazón de las notas directamente con los dedos, como si se eliminara el mecanismo percutivo del instrumento. Desde este punto de vista, acaso Glenn Gould no fuera otra cosa que un intelectual del sonido, un soñador, un pianista a su pesar.

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