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Seis mil años de pan | Crítica

La travesía del hombre

  • En 'Seis mil años de pan', editado por Espuela de Plata, Jacob reúne no sólo la historia de un hallazgo alimenticio, de un sensacional avance, sino la intrahistoria anímica, religiosa, que pone de relieve su importancia

Bodegón con ciruelas, pan, barrilete, jarra y otros recipientes. Luis Egidio Meléndez. 1760-1770. Museo del Prado

Bodegón con ciruelas, pan, barrilete, jarra y otros recipientes. Luis Egidio Meléndez. 1760-1770. Museo del Prado

Uno de los grandes hallazgos de la historiografía

La falibilidad y la ruina de las cosechas es fundamental para explicar buena parte de la historia del pan

del XX, y aún del XIX, fue ésta de reseguir la huella del hombre por sus razones “menores”, por su formas y modos de alentar, desvinculados ya de la primera épica decimonona, y que acaso inaugure Michelet con su historia de La bruja. Esta misma atención a lo pequeño, a lo marginal, a lo extraño, es fácil encontrarla en Heine y Los dioses en el exilio; aun así, no debe olvidarse su vasta y lejana fuente primera: la curiosidad antropológica e histórica de Heródoto, vilipendiada largamente por Tucídides y Polibio, así como sus modernos herederos, ya en el XVI, que acopian y datan las costumbres y mitos de pueblos extraños, como hace la erudición hispánica al otro lado del mundo; esto es, en la América colombina que rigorizan y fijan gentes como Pedro Mártir de Anglería y el inquisidor Landa.

En esta vastísima tradición, luego retomada por la historiografía española, holandesa, francesa, alemana italiana, etcétera, vale decir, por la historiografía europea, es donde hay que incardinar esta obra, fruto de un largo acopio de datos por parte de Jacob, y que no hace sino abundar en la inquietud y la perspectiva del historiador, que se pregunta, no tanto por las sucesión de las casas reales o el incierto resultado de las batallas célebres, como por el modo en que la población, la mayoría de la población, vivió sus días, teniendo muy en cuenta sus circunstancias vitales. Creo que el lector de Ginzburg, de Le Goff, de Huizinga, de Sánchez Albornoz, incluso el lector de Benedetto Croce, tan poco empático con lo español, ya conocen esta indagatoria íntima y pedestre del ser humano, que hoy se amplía a otros campos que aquí, en Seis mil años de pan (libro minucioso, ligero, espléndido y documentado del periodista Heinrich Eduard Jacob), sólo se aparecen por sus efectos más notorios. Me refiero a la causa última de la falibilidad y la ruina de las cosechas, fundamental para explicar la historia del pan, y que la moderna investigación atribuye, no tanto a la torpeza o el albur humano, sino a la ancha e inaveriguable onda del clima.

Quizá la parte más interesante, por más cercana al lector hodierno, sea aquélla que atañe a la aventura del cereal, de su cultivo, de su distribución, de los innumerables avatares, no siempre honrosos, con que los distintos pueblos y gobiernos afrontaron la escasez y la guerra. El modo en que Lincoln, Luis XVI, Napoleón, la Alemania nazi y la Rusia soviética trataron de asegurarse la subsistencia en épocas de estricta y previsible escasez, no hacen sino ponderar, por un lado, la obvia calidad entrópica de cualquier sociedad; y de otra parte, la monstruosa intendencia -monstuosa en variados órdenes-, con que las civilizaciones, o los regímenes modernos, han planificado su sustento. Acaso, la más calurosa y admirativa de las páginas que aquí se recogen, sean aquéllas que Jacob dedica, tanto al pueblo inventor del pan, o sea, al pueblo egipcio, como al pueblo judío, desde su origen errante y pastoril, hasta la consideración del pan con una expresión divina, que implicaba, indirectamente, la condición sedentaria de sus integrantes; y en consecuencia, el uso de la levadura. Es así como Jacob recuerda, no sólo los misterios de Eulisis, no sólo la formidable teogonía crecida junto al Nilo, sino la emergencia de una fe, que derrocaría al imperio romano, y que creció en torno a la imagen transfigurada de un dios, que se confunde y se amalgama y se alza con la espiga.

En tal sentido, el libro de Jacob es tan irreprochable como exacto: Jacob sabe algo que la historiografía del XIX, desde Nieburhr a Ranke, quiso ignorar vertiginosamente. Citando a Frazer, Jacob recuerda que “la imaginación obra sobre el hombre tan realmente como la gravedad y puede matarlo en forma tan cierta como una dosis de ácido prúsico”. Sobre esta doble consideración, el orbe anímico y la construcción social, ya había operado la filosofía del XVIII de Locke a Berkley, de Adisson a Burke, y será la que dirija la indagación humana en esta múltiple prospección donde los hechos del hombre, donde la climatología y las costumbres, así como sus variados influjos y apetitos, explican y siluetean a un hombre que ya no es el hombre eminente de la historiografía anterior, sino aquel hombre de condición vulgar, el hombre del común, tan misterioso y señero, tan afligido y trémulo como un Habsburgo.

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