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El viaje a la superficie

  • Alianza recupera dos textos sobre estética de Baudelaire y Benjamin estrechamente conectados

Walter Benjamin (1892-1940) fotografiado en París.

Walter Benjamin (1892-1940) fotografiado en París. / Gisele Freund.

Con enorme oportunidad se publican, a un tiempo, La obra de arte en la era de su reproductibilidad técnica y otros ensayos sobre arte, técnica y masas, de Walter Benjamin, y El Pintor de la Vida Moderna, obra de Charles Baudelaire, del que se cumple ahora su bicentenario, y del cual dimos ya noticia en estas páginas. Dicha oportunidad, por otro lado, radica en la estrecha vinculación que existió entre una estética y otra, entre un autor y el siguiente, y cuyo vínculo es el que se establece entre la causa y el efecto; vale decir, entre la Modernidad postulada por Baudelaire y la interpretación que Benjamín hará de ella a lo largo de su obra, ayudado de dos factores decisivos, que en Baudelaire alcanzan su completa y definitiva corpulencia. Me refiero a la ciudad y la multitud (The man of the crowd que Baudelaire ha extraído legítimamente de Poe), con todas las exigencias técnicas, con toda la realidad industrial que ello presupone.

Cubierta de la obra de Baudelaire en Alianza. Cubierta de la obra de Baudelaire en Alianza.

Cubierta de la obra de Baudelaire en Alianza.

No obstante, la multitud o la muchedumbre que se sustancia en Baudelaire y Poe es radicalmente distinta a la que cristaliza en Benjamin sesenta años después. En ambos se trata de un vector definitorio del arte moderno; pero, mientras en Baudelaire la multitud es un paralelo de las novedades que afluyen a la modernidad (mientras que en Baudelaire la multitud es el magma originario del que emerge, en su pureza demoníaca, el dandy, esto es, lo único, lo excepcional), en Benjamin la multitud ha devenido masa. Lo cual implica ya, no sólo que la excepcionalidad no se contempla; sino que es poco o nada deseable. Ésa es, pues, la profunda fractura, viniendo de lo mismo, que se opera entre Baudelaire y Benjamin; y ello a través de la novedad fotográfica, que Baudelaire había deplorado en cuanto que émula del arte (pero no como apoyo de la ciencia), y que en Benjamin convierte al objeto artístico en mera superficie. ¿De qué modo? Prescindiendo del prestigio del original, de la obra impar e irrepetible, al tiempo que la libra de su "aura", vale decir, del mundo propio que adivinamos, como polvo en suspensión, en cada imagen.

Portada de la obra de Benjamin. Portada de la obra de Benjamin.

Portada de la obra de Benjamin.

Para Benjamin, el arte "progresista", al igual que la masa, es infinitamente reproductible, sin original ni copia, pero cuyo fundamento último es de naturaleza política, no artística. Es aquí donde Benjamin se separa, una vez más, de Baudelaire, extrayéndose, no obstante, de Baudelaire mismo. El pintor de la vida moderna es aquél que ha detectado "la belleza pasajera y fugaz de la vida actual". Una belleza que incluye lo "extraño, violento, exagerado, pero siempre poético" de la vida parisina; pero, sobre todo, una belleza que aún es deudora del ideal clásico, viejo de veintiséis siglos, aun cuando se le haya añadido cierta cualidad movediza, no exenta de una fealdad trémula o vertiginosa (ocho años antes, en 1855, Rosenkranz ha presentado su Estética de lo feo), con la que se da cabida, no sólo a las variaciones históricas de lo bello, cuanto a diversas magnitudes que obseden o acotan, y que sin duda amplían, el concepto de belleza. En Benjamin, sin embargo, esta belleza clásica, esta belleza heredada ya no rige, y lo que opera es aquella simplicidad utilitaria, hija de la publicidad y la fábrica, con que se construirá la estética de las vanguardias.

Naturalmente, Benjamin acude a Loos y su Ornamento y delito, cuya adusta exigencia arquitectónica no está lejos de la moralidad de William Morris y su Arts &Crafts, donde la utilidad de las piezas debe quedar honestamente a la vista. Por contra, el dandy de Baudelaire -el dandy que fue Baudelaire- encuentra la utilidad "repugnante". Su arte es fruto de la fantasía y la originalidad, es fruto deliberado de la distinción y el ocio. Esto implica, necesariamente, una doble imparidad, que atañe tanto al artista, heredero de una vasta y escogida tradición, como a la obra misma del arte, cuya originalidad es la marca de un conocimiento histórico y de una individualidad señera. Es la marca, en fin, de un arte revelado e inserto en la Historia. El arte masivo de Benjamin, sin embargo, remite ya a un uso y disfrute comunal del hecho artístico. Un hecho, repetimos, de carácter político, pero que es también un logro técnico y de clase; vale decir, un hecho radicado en la Historia, pero sin conciencia de ella. 

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