Análisis

La nostalgia del centralismo

  • El Gobierno ha contado con dos aliados para impulsar una involución autonómica: la asfixia financiera de las regiones y el cansancio ciudadano ante la irresponsabilidad de sus gobernantes.

ADVERTÍA estos días en Málaga el ministro de Hacienda contra la utilización del futuro sistema de financiación autonómica como herramienta para el enfrentamiento entre las comunidades, cuando la verdad es que a lo largo de la compleja historia del Estado de las Autonomías los episodios de desencuentro entre los gobiernos regionales han sido sorprendentemente escasos. Es cierto que de vez en cuando aparece algún notable representante de instituciones políticas catalanas o de la Comunidad de Madrid con manifestaciones despectivas contra andaluces o extremeños, la mayoría de las veces dirigidas a nuestros gobernantes e instituciones, que suelen provocar la inmediata e indignada respuesta de nuestros políticos, heridos en el amor propio colectivo que dicen representar. La polémica suele agotarse con rapidez y escasa repercusión, seguramente como consecuencia de la inexistencia de foros en los que las CCAA puedan debatir en profundidad sobre las cuestiones que afectan a sus intereses comunes. El Senado es una cámara fantasma y el Consejo de Política Fiscal y Financiera un órgano donde se emplatan los guisos que se cocinan en las comisiones bilaterales entre el Estado y las autonomías, pero ni los sucesivos gobiernos de España ni los partidos políticos estatales han tenido jamás interés alguno en que el debate autonómico pudiera escapar del control que les garantiza su función moderadora. A pesar de ello, la culminación de la construcción del Estado de las Autonomías ha sido probablemente la fuente de conflicto político más caudalosa de la democracia española, pero los protagonistas del enfrentamiento casi siempre han sido una o más autonomías en un lado y el Gobierno central en el otro.

Catalanes y vascos han sido particularmente activos en este terreno, pero también los andaluces, sobre todo a raíz de aquel modelo de financiación autonómica que se empeñó en escamotearnos una cantidad importante de recursos a raíz de la radical oposición del ministro de Hacienda de turno a que las necesidad de financiación de cada comunidad se estimasen de acuerdo con el último censo de población elaborado por el INE, en lugar de con el anterior. Fue el modelo más sectario, polémico y perjudicial para Andalucía de cuantos se han elaborado hasta ahora, cuya autoría política e intelectual hay que atribuir al por entonces titular de la cartera de Hacienda con el Gobierno de Aznar, precisamente el incombustible Cristóbal Montoro, que vuelve a ocupar el cargo.

No se puede pretender de un gobierno una línea política diferente de la ideología que lo inspira y, por tanto, que los principios básicos del federalismo fiscal estén presentes en la reforma fiscal anunciada por este Gobierno. La simple coherencia administrativa aconsejaría, sin embargo, que puesto que el principal obstáculo para el cierre definitivo del Estado de las Autonomías es precisamente el financiero, ambas reformas, la fiscal y la financiación autonómica, se intentasen despachar en un mismo paquete. Parece evidente que la traslación al modelo de financiación autonómica del principio de equidad territorial (igual tratamiento fiscal para situaciones económicas similares, con independencia del territorio de residencia), tan reiteradamente proclamado por este Gobierno, se facilita considerablemente si proviene de un nuevo modelo fiscal con amplia aceptación, si bien es cierto que otros principios característicos del federalismo fiscal resultan más difíciles de encajar en el armazón ideológico popular. En particular, el de la descentralización del sistema fiscal de acuerdo con la regla de que la descentralización de un impuesto y su progresividad deben estar inversamente relacionados.

La involución autonómica impulsada por este Gobierno desde su toma de posesión ha contado con dos importantes aliados. Por un lado, la asfixia financiera de las comunidades autónomas como consecuencia de los compromisos de gasto asumidos a raíz de las expectativas fallidas en torno al último modelo de financiación de Zapatero. El actual Gobierno supo entender desde el principio que las finanzas autonómicas constituían el principal elemento de erosión en los fundamentos del sistema y de distanciamiento de la población respecto del Estado de las Autonomías. No debe extrañar, por tanto, que hayan sido los ministros económicos los principales animadores de la creciente desafección de la población española con las instituciones autonómicas y que instrumentos como el Fondo de Liquidez Autonómica operen bajo el paraguas de condiciones financieras fijadas desde Madrid.

El otro aliado, quizás el más importante de los dos, ha sido la propia irresponsabilidad financiera de buena parte de los gobiernos autonómicos y el cansancio ciudadano con los delirios de grandeza de los nuevos poderes surgidos al calor de los fondos autonómicos y la corrupción. No hay que sorprenderse, por tanto, de la decepción ciudadana con la autonomía que reflejan las encuestas de opinión en Andalucía, incluso a sabiendas de que cuando las decisiones políticas adoptadas en Madrid tenían efectos discriminatorios en el territorio, los intereses de los andaluces han quedado históricamente marginados frente al mayor peso político de otras regiones y la habilidad de sus representantes en la Corte.

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