A todo volumen. El altavoz colocado en el atrio de la parroquia pileña rompe la tranquilidad de la mañana. El coro canta. La carreta del simpecado llega precedida de un escuálido cortejo. Aún es pronto. En la puerta del templo está preparado el altar en el que se oficiará la misa de romeros. Los peregrinos están desayunando. O acabando de acicalarse. Una pareja de policías aconseja saciar el estómago en el casino del pueblo. "Es el mejor café que os podéis tomar en Pilas", asegura uno de los agentes.
En la barra del bar no queda resquicio libre. Hay que hacerse hueco con los codos. Apiladas en un rincón se encuentran las tarrinas con las más diversas sustancias para untar en la tostada. La de mayor demanda es la de manteca con zurrapa de cerdo. Un aporte calórico que hace entrar al cuerpo en faena al instante. Despojarse de cualquier somnolencia. El desayuno se remata con una copa de aguardiente. Dulce para los romeros. Seco para los campesinos de manos agrietadas.
Con el estómago contento y el gaznate entonado, un grupo de rocieros de Pilas se dirige a la parroquia donde se dan los últimos vítores al simpecado. La comitiva la integra el delegado del Gobierno de la Junta en Sevilla, Ricardo Sánchez, que ha acudido a la salida de la segunda hermandad más antigua de la provincia.
Las peregrinas de Pilas gozan de un alto sentido de la elegancia a la hora ponerse en camino. La ocasión lo requiere. Se trata, junto con las carreritas del Domingo de Pascua, de la fiesta grande de un pueblo por cuyas calles encaladas se marcha la caballería. Dejan en el aire el eco de las pisadas. Se adentran en caminos de tierra que en poco mutarán su piel por la arena.
Testigo de esta metamorfosis es la antigua Villa de Mures. Sus famosos siete escalones se han convertido en la versión romera de los programas de talentos musicales. Tablao para peregrinos que buscan su momento de gloria a base de gorgoreos y sevillanas de tediosas letras. El espectáculo en algunos momentos raya el aburrimiento, que sólo rompen los carreteros cuando hacen alarde de su destreza y meten a los bueyes dentro del templo.
Así lo consigue el que viene con La Algaba. El suelo tiembla por cada peldaño subido por la carreta. Hace estremecer el cuerpo. Y hasta el alma. Las astas de los animales han cruzado el dintel, especie de burladero en estos días de fiesta. Frontera franqueable donde aguardan los numerosos ramos de flores que se entregan a las hermandades. La corporación algabeña cumple sus bodas de plata como filial, aunque la devoción rociera en este pueblo ribereño es bien antigua, como lo evidencia que el monumento público más antiguo levantado en sus calles esté dedicado a la Patrona de Almonte.
Refugiados en la sombra de la parroquia se encuentran algunos de los cinco manriqueños que este año tienen "el honor" de ocupar el cargo de hermano mayor. Se encargan de presidir y sufragar los actos que se organizan desde el Corpus a Pentecostés. Un buen arañazo en el bolsillo que llevan a gala estos paisanos de Goro Medina, con quien comparte nombre uno de ellos, Gregorio Solís. Los demás repiten el del bendito Patriarca: José Díaz, Antonio José Garrido, José Francisco Velázquez y José Márquez.
Todos ellos cuentan las horas que restan hasta el alba. Antes de que el sol despunte engancharán los bueyes y se dirigirán a este enclave en el que se rinde pleitesía a la primera y más antigua hermandad. La de los cordones rojos. La del palacio y los siete escalones. Villamanrique. Donde la tierra se muta en arena. Donde el camino cambia de piel.
Comentar
0 Comentarios
Más comentarios