España

El 'deus ex machina'

En 1973 tuve el honor de participar junto a mi maestro el profesor de Esteban y otros tres de sus colaboradores en un dictamen, publicado luego bajo el nombre de Desarrollo Político y Constitución Española, que se le encargó para analizar y, en su caso, proponer las posibilidades evolutivas de las Leyes Fundamentales una vez cumplidas las previsiones sucesorias, que era como eufemísticamente se aludía entonces a la muerte del general Franco y el acceso al trono de su sucesor. En las páginas finales de dicho dictamen se explicitaba, entre otras, la posición que adoptábamos en relación con la figura del presidente del Gobierno, "que adquirirá una importancia capital en el funcionamiento de las instituciones", y a quien el monarca debía delegar "la tarea de emprender las reformas democratizadoras. En este sentido, el presidente se erigirá en la pieza clave del programa aperturista debidamente apoyado por el sector democrático de las Cortes", de manera que "el presidente del Gobierno deberá convertirse en la piedra motriz del sistema".

En suma, lo necesario era hacer entrar en escena a un deus ex machina -una deidad del Olimpo cuya aparición en las tragedias griegas determinaba un giro sorpresivo hacia algo que parecía inviable en el desarrollo de la trama- que fuera capaz, alterando el libreto, de lograr algo reputado como imposible: el paso controlado de un régimen autoritario a uno democrático que no podía hacerse solamente por el Rey ante el riesgo inmenso de una involución incluso traumática. Ese deus ex machina tendrá para siempre en la historia de España un nombre concreto: Adolfo Suárez González.

Resulta apasionante conocer el porqué de la elección por parte del Rey de este personaje, cuyo nombramiento mereció titulares de prensa muy negativos, como aquel célebre de "¡Que error, que inmenso error!". No vamos a conocer nunca las complejidades de la mente del monarca, porque los reyes no publican libros de memorias, pero sí que es posible aproximarnos al desarrollo de los acontecimientos acudiendo al libro Lo que el Rey me ha pedido, las memorias de Torcuato Fernández Miranda que, en ausencia de éste, debido al inesperado y temprano fallecimiento del verdadero factótum del proceso legal por el que caminó la Transición, fueron publicadas por sus familiares Pilar y Alfonso Fernández Miranda. Aquel libro constituyó la tesis doctoral de la primera, dirigida por el segundo, y posee el valor histórico de basarse directamente en la documentación y notas de quien fuera en aquel momento clave presidente de las Cortes y del Consejo del Reino, el órgano que debía proponer al Rey la terna correspondiente para el nombramiento de presidente del Gobierno.

De la introducción del libro, este párrafo no tiene desperdicio: "Para entonces el Rey y el presidente de las Cortes tenían algo claro: no querían un presidente protagonista sino disciplinado. Sobre la brillantez y el talento primaba la lealtad y la capacidad de ejecución de un proyecto previo. Tal retrato robot eliminaba a... y abría el camino a Adolfo Suárez. Y aunque éste le planteaba dudas morales sobre los límites de su ambición, Torcuato Fernández Miranda lo veía como un hombre inteligente, con enorme energía política, con gran capacidad de seducción y, por tanto, de diálogo; suficientemente comprometido con el régimen como para eludir las presiones de la extrema derecha; suficientemente joven como para que tal compromiso fuese relativo y le permitiese abrir un diálogo con la izquierda, y suficientemente permeable como para aceptar sin reticencias las ordenes de la Corona. Es decir, un presidente abierto y permeable".

Pero la trastienda y los vericuetos de su nombramiento para nada desvirtúan la esplendorosa realidad de la trayectoria seguida por Adolfo Suárez. Con enorme valentía y tesón fue capaz de dar los pasos necesarios para implementar la fórmula en que se basó la transición: ir de la Ley (Leyes Fundamentales del franquismo) a la Ley (Constitución de 1978) mediante la Ley (Ley para la Reforma Política). Y puso en ello tanto empeño que de instrumento real pasó, por sus propios méritos, a ser protagonista como recordamos quienes oímos sus célebres discursos -"Puedo prometer y prometo" o "Debemos cambiar todas las instalaciones de este caserón mientras seguimos haciendo en él nuestra vida cotidiana"-. Y ello en medio de un vendaval inflacionista, una crisis económica de aúpa y un terrorismo rampante desde los extremos del arco político que amenazaban hacer saltar por los aires todo el proceso de la Transición.

Bastaría recordar la firma de los llamados Pactos de la Moncloa para dar fe de que quien fue escogido como instrumento se había transformado en un gran estadista. Y, desde esta consideración, no podemos olvidar la puesta en marcha de la Unión de Centro Democrático (UCD) como el colchón imprescindible para amortiguar la tensión bipolar entre el inmovilismo y la ruptura, cuyos protagonismos excluyentes hubieran conducido a un peligrosísimo enfrentamiento civil. La victoria de esta formación en las dos primeras elecciones libres de esta nueva época nos concedió el tiempo necesario para implantar la democracia.

Lamentablemente, como tantas otras personalidades destacadas en la historia de España, no fue objeto en su momento de suficiente reconocimiento ni gratitud y solamente se le ha hecho algo de justicia cuando el deterioro de su mente lo colocaron fuera del tiempo y del espacio. Pero creo que pocos españoles ocuparán un puesto más destacado que él en la historia de nuestro siglo XX.

Me conformaría con que su ejemplo y su talante contribuyeran a remediar la imbecilidad irresponsable de quienes hoy día cuestionan la Transición y pretenden, como si fuera posible -por eso los llamo imbéciles- desecharla y reescribir la historia.

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