Familia y población

La familia ante la crisis

Rafael Padilla González

Catedrático de Derecho Mercantil de la Universidad de Cádiz

La ya larga crisis económica que padecemos vuelve a poner de manifiesto, al igual que en ocasiones similares anteriores, el papel fundamental de la familia como factor de resistencia y de resiliencia de una sociedad que desconfía de la mayoría de sus instituciones. En efecto, frente al descrédito de las estructuras financieras, socio-económicas y políticas, convertidas además en un lastre, la familia se muestra como pilar básico de supervivencia: la solidaridad intrafamiliar está funcionando como último reducto que ofrece abrigo en tiempos tan oscuros. Basta con observar la calle: con las descabelladas tasas de paro que sufrimos, los jóvenes alargan cada vez más años su permanencia en el hogar común. Asimismo, las economías familiares -lo ha descrito el sociólogo Fernando Vidal Fernández- movilizan todos sus recursos humanos y materiales para mitigar la sangría en muy diversos órdenes: desde la ayuda personal directa que aporta mano de obra para auxiliar la dependencia y la crianza, pasando por la atención de necesidades ineludibles (gastos de alimentación, préstamo de bienes), la asunción derivada de deudas (hipotecarias, por ejemplo), la desviación de gastos característicos de la infancia o de la juventud (ocio, regalos, gastos escolares, formativos o universitarios, entre otros) hasta la inyección misma de liquidez a través de préstamos privados o de donaciones.

No es -lo he señalado al inicio- un fenómeno novedoso. Ocurrió así en crisis precedentes. En cambio, sí lo es que las condiciones en que hoy se encuentra la familia no sean precisamente las ideales para desarrollar su esencial labor cohesionadora: de una parte, el planificado descuido de las políticas tuitivas la han debilitado como célula nuclear de la sociedad; de otra, el individualismo reinante ha generado multitud de familias deslavazadas, incapaces de enfrentar tan sacrificada tarea; y, al cabo, tampoco sus fortalezas son en este momento equiparables a las que tenía. Ya no se trata, como en 1993, de un problema de los hijos que temporalmente sobrellevan los padres, sino de un mal mucho más extendido y profundo que aqueja a todos y sacude el edificio completo. De este modo, la corrosión del instituto familiar, que lo hace mucho más vulnerable, y la infiltración de la ruina hasta los cimientos mismos de aquél aparecen como circunstancias diferenciadoras, y por desgracia pésimas, de la coyuntura que vivimos.

De tan funesta encrucijada, pueden extraerse sin embargo conclusiones de futuro que no deberíamos olvidar. Hay que repensar, en primer lugar, el valor que le estamos otorgando a la familia, devolverle la consideración social que merece y que, en instantes penosos como los presentes, necesita. Su centralidad, su misión como unidad elemental educativa y socializadora, tiene que reafirmarse y vigorizarse so pena de perder un dique de contención tan crucial. Debe constatarse, en segundo, que la familia continúa apareciendo como la postrera defensa ante el desastre, aunque sólo si está asentada en principios sólidos: una de las tragedias de esta hora es el creciente número de familias desestructuradas, incapaces de cumplir su objetivo, heridas y desencajadas por ideas que estúpidamente las sueñan y predican prescindibles. La tercera conclusión es mucho más práctica: el Estado de bienestar no puede traspasar la línea roja de desproteger a sus mayores. Éstos son hoy -de hecho lo serán siempre- la columna sobre la que descansa el peso de la crisis. Un buen sistema de pensiones, solvente, suficiente y justo, acaba siendo la garantía final en épocas tan desesperanzadas como ésta. La cuarta, y penúltima, alerta sobre los restos del naufragio: las jóvenes generaciones que atraviesan una crisis suelen terminar perdidas. Tenemos que diseñar, y pronto, estrategias para el día después, evitar el despilfarro de un capital humano que hoy malvive en el desencanto y en el absurdo. La experiencia de los ochenta no puede desatenderse, ni, a su luz, volver a repetir los mismos e incomprensibles errores. La quinta y final, también la más compleja, consiste en recuperar el sentido cabal de las cosas: hemos de apoyar políticas decididas de protección a la familia. Tomo de nuevo palabras sabias del profesor Vidal: "La cuestión de la familia no es una cuestión ideológica, sino de justicia, y lo que esta crisis nos está poniendo sobre la mesa es que, independientemente de los debates ideológicos, la familia se presenta como el único recurso realmente fiable con el que siempre cuentan las personas que están en mayor riesgo social".

Basta, pues, de experimentos y de mundos tan utópicos como falsos: hay que dar -dice Vidal y yo comparto- "un paso adelante con la familia, de una forma transversal a las ideologías, a las confesiones, y ser capaces de situar a nuestro país con aquel capital que más tiene y que más debe cuidar, la familia". Ojalá que esa lección de sensatez, que con sangre ahora nos imparten, no acabe otra vez siendo tan falaz, tan necia, tan tristemente desoída.

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