Pasarela

Amor, guerra y un variado bestiario

La playa ha sido un ecosistema donde el cine se ha sentido siempre cómodo. Por su propia naturaleza de registrador de fenómenos, de testigo mudo de acontecimientos y personas singulares, la cámara supo desde muy pronto que entre la arena y el mar encontraría material sobradamente interesante como para imprimir miles de latas de celuloide con los motivos y estampas más diversos, en un amplio arco que iba a cubrir desde lo costumbrista a lo bizarre. Las playas asistieron impertérritas al gran teatro de la vida, a la representación de las obras más extremas, aquellas que trataban del amor (De aquí a la eternidad, El lago azul) y de la muerte (Salvar al soldado Ryan, Uno rojo, división de choque, Playa roja), de la lucha por la supervivencia (Náufrago, Perdidos) e incluso del reencuentro de enemigos hasta entonces irreconciliables; como Lee Marvin y Toshiro Mifune, que Infierno en el Pacífico liman asperezas y desencuentros idiomáticos para finalmente perecer traicionados por la intrínseca naturaleza desquiciada de una guerra que los había colocado en bandos opuestos.

Pero fue bajo las sombrillas, sobre tumbonas y colchonetas, agazapados entre las toallas, donde nacieron los verdaderos iconos del cine playero. Monstruos de muy diverso pelaje (desde escualos gigantescos hasta el torpe y destructivo Monsieur Hulot, pasando por los niños de Verano azul) se dieron cita a la caza del bronceador aceitoso, de la tortilla de patatas recalentada, de los cuerpos bien y mal torneados, y de las carteras olvidadas sobre la arena. El rey indiscutible de este acuapark sin ley hizo su aparición estelar en 1975 de la mano de Steven Spielberg. Dada su condición, ni tan siquiera necesitó posar sus aletas en la arena para convertirse en el amo indiscutible de la playa durante varios veranos a base de engullir bañistas.

Sin duda, fue la pionera Tiburón la que trazó el camino a seguir, dejando claro que las playas eran terreno abonado para hacer el agosto, tras lo cual, otros marrajos de temporada, esta vez bípedos, comenzaron a frecuentar sus arenas. Alentados por el incombustible Mariano Ozores, atacaban en pareja, exhibiendo cuerpo serrano (a la sazón, los de Andrés Pajares y Fernando Esteso; o en versión estadounidense, los de Tony Curtis y Jack Lemmon, auténticos pioneros del timo playero en Con faldas y a lo loco) y dándole la tabarra a las indefensas suecas. Pero los que quedaron atrás en las ciudades no escaparon mucho mejor, otro escualo, éste de agua dulce, un tal Pepito Piscinas, sembró el pánico en no pocos vecindarios, moviéndose siempre en aguas poco profundas.

La víctima playera ideal de tan variopinta fauna quedó inmortalizada por Dino Risi en su película El parasol, donde Enrico Maria Salerno alquila con muchos esfuerzos un apartamento en la costa para que su despampanante esposa pueda disfrutar de unos días de relax al vaivén de las olas. Lo que pasada una semana descubrirá el pobre infeliz, es que ésta ha caído en manos de toda una legión de descuideros sentimentales con los que ahora comparte el chiringuito. Recuerden que incluso aquel mítico beso sobre la arena entre Burt Lancaster y Deborah Kerr en De aquí a la eternidad nacía del descuido de un marido, lo que propiciaba que su desatendida mujer fuera presa de los fornidos brazos del sargento del regimiento. Y es que la playa, como la guerra, ha sido un lugar donde no ha existido la menor piedad con el novato, le han levantado sombrillas, tumbonas, fiambreras, colchonetas, carteras, y hasta la mujer si se descuidaba.

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