Justicia y sucesos

La cadena perpetua revisable

Borja Mapelli Caffarena

Catedrático de Derecho penal. Director del Instituto de Criminología de la Universidad de Sevilla

En el caso de que, finalmente, prosperara la propuesta de recuperar la llamada prisión perpetua revisable, estaría previsiblemente reservada, al menos ahora, para los delitos más graves, entre ellos el asesinato terrorista y la muerte con agresión sexual, se cumpliría por un periodo inicial de 20 años sin ningún beneficio, tras el cual el tribunal podría revisarla y conceder la libertad anticipada si se constata un pronóstico favorable de reinserción, arrepentimiento, haber satisfecho sus responsabilidades civiles, salvo que la gravedad de los hechos exija el cumplimiento efectivo de la pena. Para respaldar esta propuesta parlamentaria se invoca que otros países como Italia, Reino Unido, Grecia, Francia, Alemania, Austria, Suiza, Dinamarca o Irlanda cuentan con una pena similar.

En efecto, un importante número de países de nuestro entorno mantienen entre sus penas la cadena perpetua, en muchas ocasiones como compensación por la desaparición de la pena de muerte. No obstante, en casi todos la condena a perpetuidad no lo es en un sentido estricto. Así, en Italia el condenado a este tipo de pena ergastolo puede obtener la libertad condicional cuado hayan trascurrido veintiséis años. En Reino Unido la revisión, que puede dar lugar a la excarcelación, se hace por primera vez a los treinta años; en Dinamarca, el único país nórdico que cuenta con esta pena, la primera revisión es a los doce años e, incluso, con diez se hace en Bélgica, y en Francia, a los quince. Por último, también en Alemania existe un sistema periódico de revisión de forma que ningún condenado a esta pena ha llegado a permanecer más de treinta y cinco años en prisión. Algunos de estos países añaden al tiempo unas condiciones regimentales de cumplimiento más severas, tales como trabajos, aislamiento en celda durante la noche o controles específicos. De hecho, el nombre de cadena se debe a que históricamente esta pena implicaba unas condiciones de vida penitenciarias mucho más rigurosas, entre las que se encontraba portar una cadena de forma permanente.

España incluyó, por vez primera, esta pena en 1850 y dejo de tenerla en 1870, si los españoles de entonces supieran que hoy -casi un siglo y medio después- vuelve a suscitarse el debate sobre un problema que entonces se entendió como superado, verdaderamente, se llevarían las manos a la cabeza. De la misma manera que se las podría llevar Franco si alguien le dijese que la sociedad democrática del siglo XXI no se encuentra satisfecha con que un condenado pueda ir a prisión de forma ininterrumpida durante cuarenta años (art. 76 CP) -los mismos largos cuarenta años que él tuvo a España sometida-. Y no le falta razón, pues, aunque su régimen hacía justicia por otras vías más expeditivas, lo cierto es que la pena de prisión en los duros años cuarenta del pasado siglo no duraba más de treinta años, de los cuales había que descontar diez en concepto de redención de penas por el trabajo. Es decir, tan solo veinte años. La mitad que ahora.

Puesto que sin cadena perpetua ya alcanzamos penas superiores, la cuestión más sugerente es preguntarnos cuáles son las profundas razones por las que la sociedad demanda este tipo de penas y a quién van destinadas las mismas. El miedo al crimen procede en ocasiones de una conciencia de fragilidad social de nuestra vida colectiva. Los cambios vertiginosos de nuestra sociedad moderna generan una crisis y ansiedad colectiva, una sensación de que la sociedad se encuentra enferma. Y el ciudadano acude al Estado cada vez con mayor frecuencia para garantizarse el empleo, la vivienda, la salud, etc. Pero esta dependencia del Estado se traduce también en una mayor sensación de inseguridad e impotencia. La demanda de cadena perpetua debe interpretarse en ese contexto sociológico de círculo cerrado. Con independencia de argumentos de racionalidad criminal, la sociedad necesita de esas respuestas de dureza para mejorar su sensación de seguridad, aunque ello no le lleva sino a incrementar su dependencia estatal.

En términos políticos la reforma vendría a satisfacer a sectores involucionistas de la sociedad para los que los conflictos sociales sólo tienen una forma de resolverse. Enemigos de soluciones trasversales y más conciliadoras, saben que la fuerza simbólica de la cadena perpetua arrastra tras de sí a todo el sistema penal. Existe una suerte de regla de proporción invertida, según la cual, cuanto más se endurece el código con este tipo de penas (pena capital o cadena perpetua) más se debilitan otras alternativas no punitivas. Al elevar el techo de la pena más grave se está elevando en idéntica proporción la gravedad de todo el sistema y, a la inversa, se pone en cuestión la utilidad de las alternativas a la prisión y las nuevas penas. No es casual que la desaparición de la cadena perpetua prácticamente coincida en nuestro país con la incorporación de la libertad condicional, un beneficio penitenciario que dibuja un horizonte de optimismo y esperanza en el oscuro futuro de quienes pasan por una prisión.

Desde esta otra perspectiva, debemos tener en cuenta que la cadena perpetua se aplica comúnmente a una delincuencia muy impulsiva que no responde a los estímulos convencionales de castigo/premio. Delincuentes con graves anomalías de personalidad, delincuentes por convicción o delincuentes impulsivos son los grupos a los que menos le preocupa la gravedad de las penas. Por tanto, no debemos esperar de ella ningún efecto preventivo.

Por el contrario, una pena que supone la muerte civil del condenado produce un efecto criminógeno. Los delincuentes se hacen más violentos en sus modos de actuar para eludir a la desesperada su imposición.

Por último, la cadena perpetua conlleva un incremento considerable del costo económico de la Administración de Justicia en todos los sentidos. Empezando por el proceso penal que necesariamente se vuelve más garantista cuando está en juego este tipo de penas. Cuando en España existía la pena de muerte los posibles recursos procesales se planteaban de oficio con  los costos añadidos que ello representa. Mucho más evidente es el costo de la ejecución de estas penas. En primer lugar, a mayor tiempo de estancia, mayor gasto, pero también, más asistencias de todo tipo. Para respetar y mantener el status de ser humano, quien pasa muchos años en prisión tiene que recibir una serie de tratamientos -médicos, psicológicos, etc.- que la encarecen considerablemente. Además, las cárceles en sus últimos diseños arquitectónicos son grandes establecimientos llenos de reclusos de muy distintas condenas y de tipologías delictivas también muy diversas a los que, en cambio, se les aplica unas estrategias homogéneas de seguridad. La desaparición de los centros de máxima seguridad de nuestra red penitenciaria no es ninguna buena noticia, se debe, simplemente, a que todos los establecimientos responden ya a ese nivel de seguridad máxima. En aquellos centros en los que haya este tipo de condenados los recursos dedicados a la seguridad tienen que ser mayores y también más caros. Y, como es lógico, la seguridad cuesta dinero al erario público.

Pero no deseo concluir con argumentos económicos, sino invocar razones de humanidad. La permanencia en prisión por largos periodos causa a las personas daños irreversibles, son un modo de muerte civil, que, a veces, es más cruel que la pena capital.

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