La caja negra

El Dios de los hogares

  • Se murió a los 98 años una sevillana que no tuvo mejor ni más título que el de devota del Gran Poder, que no le gustaba cuanto veía en los telediarios porque todo le recordaba a las peores épocas pasadas

La fotografía enmarcada del Gran Poder ante la que Pepita siempre rezaba

La fotografía enmarcada del Gran Poder ante la que Pepita siempre rezaba / M. G. (Sevilla)

NUNCA estuvo confinado porque desde su hornacina imparte bendiciones que llegan a todos los rincones del mundo. Urbi et orbi desde San Lorenzo. Su rostro es el de los que sufren en estos días de nervios, angustias, crispaciones y hasta manifestaciones violentas. Y también su cara es la de los que se mueren. Porque ellos siguen vivos en su patética ternura, en su mirada de manso bueno, en su inclinación de cabeza de niño que perdona.

Se murió Pepita a los 98 años, sevillana que sólo poseía un título de nobleza personal porque todo lo demás le sobraba:devota del Señor. Hoy dignificamos esta página con la fotografía enmarcada del Gran Poder ante la que tantas veces rezó en su larga existencia. “Pepita, yo sólo quiero ser Pepita”. Y el Señor oía sus plegarias recitadas con la velocidad de quien sabe que el tiempo apremia, con la fe de gafas gordas y abanico, con la seguridad de quien tiene la certeza de que está siendo oída, con la esperanza de quien aguarda a tener la cabeza de su nieto en el regazo.

Pepita tenía ganado hace mucho tiempo el descanso eterno y la luz perpetua. Le tocó vivir los tiros de la Guerra Civil, los muertos en la calle Luna, hoy Escuelas Pías; los años del hambre, la reconstrucción de muchos templos y la despedida de las imágenes chamuscadas por el odio. Tuvo que trabajar a destajo, limpiando donde era requerida y donde siempre terminaba querida, con la ilusión de quien concibe el empleo con un sentido cristiano:una fuente de bienestar. A Pepita no le gustaba cuanto veía en los informativos, la música le sonaba mal, le trasladaba a tiempos de penurias, revanchas y agresividades. Todo le recordaba a una época que deseaba ver definitivamente fundida en negro. 

Fue fiel devota del Señor, como su hijo y sus nietos. Como bien dice Félix Ríos, las abuelas son las principales transmisoras de la devoción al Gran Poder. ¿Cuántos sevillanos no siguen yendo a la basílica para ver a los padres de sus padres? ¿Cuántos no conservan el trocito de túnica que agarraban en una mano mientras se despidieron de este mundo?

Nunca ha estado encerrado el Señor. No hay decreto que lo confine ni fases que lo liberen. Ha estado y está en nuestras casas. Es el Dios de los hogares, de la casa de Pepita, de tantos abuelos que siendo conscientes del paso del tiempo y de la gravedad de los hechos, encomiendan a sus hijos y nietos a la protección de su mirada.

Cada vez que ella tenía un problema, se refugiaba en esa fotografía. Esperaba a su nieto cada noche en la compañía del Señor. En esa foto están sus oraciones, sus besos, sus preocupaciones, sus desvelos, las alegrías y las tristezas acumuladas de una vida de 98 años. Su nuera era como una hija y su hijo y sus nietos los motores de su existencia.

Aquel trocito de túnica

No quiso apellidos ni honores. Sabemos que se emocionó cuando el hermano mayor le hizo llegar hace unos años una pequeña reliquia. La gente sencilla se alegra con poco. Y los sencillos serán los primeros en estar al lado del Señor porque son inocentes como críos. 

El Papa Francisco dice que los mayores son la sede de la sabiduría. Y Pepita sabía ya demasiado de este mundo, de sus miserias y de los momentos de júbilo. Se conocía todos los detalles de este valle de lágrimas. Sufrió, trabajó, rezó y dio gracias por los dones recibidos sin rencores ni lamentos. ¡Claro que tenía motivos para haberse quejado! Siempre le compensó todo la bondad de su hijo, un señor de los pies a la cabeza, y el amor de sus nietos.

Su vida, la historia de la ciudad

Pepita ya no quiso saber más de restricciones, ni de balances de muertos, ni de sufrimientos. En el fondo sabía que tenía el cielo ganado y las oraciones de su gente garantizadas. Ahí dejó para ellos su altar particular como refugio cierto en momentos de marejadas. No hay más herencia que la devoción al Señor, el asidero fuerte en instantes de zozobra. Qué suerte para los suyos haberla tenido tan cerca, conocer de primera mano cómo era la Sevilla de su infancia, la de los años veinte y treinta; cómo la gente superaba crisis terribles casi como la actual; cómo fueron las riadas, las calles sin pavimentar, los nuevos barrios hacia ese Sur que emergió tras el 29 y la última expansión por el Este. El hombre llegó a la Luna y ya estaba Pepita rezándole al Señor. La Plaza Nueva tenía el firme de albero y el Gran Poder recogía en San Lorenzo sus oraciones.

Pasaban los regímenes políticos, los gobiernos, las guerras, los gobernadores civiles y los alcaldes, cayeron las torres altas, explotaron los trenes, murieron los grandes líderes y dictadores, y ella seguía siempre fiel al Señor, ora en su templo, ora en la fotografía cuando ya no era tan fácil desplazarse hasta su basílica. Su vida era eso que ocurría cuando no estaba rezándole al Señor en una sociedad que ha perdido el sentido de lo trascendente con nefastas consecuencias que la mayoría ignora.

No le gustaba ya esta mundo salvo por sus seres queridos. No tenía ya más fuerza para aguantar malas noticias. Torrente de energía como trabajadora y con el coraje de quien salió adelante en condiciones adversas, ella era de esas personas que se podían considerar como fines de raza porque jamás exigieron derechos especiales, ni se autocompadecieron, ni se instalaron en la queja.

¿Calidad de vida? La suya consistía en poder estar con los suyos y, por supuesto, con el Señor. Fíjense lo rica que era que nunca necesitó más. Si el cardenal Amigo siempre dice que todavía vive de la rentas que le dejaron sus padres en forma de valores y cariño, el hijo, la nuera y los nietos de Pepita tienen rentas sobradas para toda la vida.

En el rostro del Señor están sus cuitas y gratitudes. En nuestro recuerdo, su rostro de bondad que siempre nos hacía llegar su nieto en las celebraciones especiales. El Dios de los hogares acoja a Pepita como a esta ciudad tan necesitada del poder de su ternura.