La caja negra

La nieta que quiso ver a sus abuelos

  • Sevilla es más pueblo que nunca en ese paseo junto al río donde todos caminan, miran y son mirados. La cola del Mercadona del Cerro llora de emoción al ver cómo la niña Olivia, de nueve años, ve a sus abuelos desde la distancia

El paseo junto al río en el día de ayer

El paseo junto al río en el día de ayer / José Ángel García (Sevilla)

El amor de unos abuelos es como un sacramento. Hay quienes no lo han probado nunca por circunstancias y leyes de la vida, pero los que bebieron de ese cáliz saben de lo que se habla. Es un afecto, un cariño, una fuerza que permanece para toda la vida. Cuántos abuelos del ayer no siguen viviendo hoy en sus nietos. No ya en el recuerdo, sino en el corazón. La dureza de esta pandemia es que ha dejado a los muertos en la soledad becqueriana y a los nietos separados de los abuelos. Es el otro divorcio del que se habla poco. O casi nada. Las videollamadas están bien, pero el amor necesita el roce, la presencia, la caricia, el achuchón o simplemente la mirada. Y, sobre todo, la certeza del próximo encuentro.

Olivia tiene nueve años. Vive en una casa preciosa muy cerca del coliseo de Nervión. El otro día se fue andando con su madre y se plantó en la calle Juan de Ledesma, en ese Cerro del Águila que es un pueblo dentro de una ciudad, una joya de oro en el cofre de plata de la urbe, un pañuelo de hilo en el juego de sábanas de lino de Sevilla. Olivia, vestida de rojo como un bombón abrochado con el lazo de la ternura de su infancia, no podía abrazar a sus abuelos, pero se plantó justo debajo del balcón. “¿Y si lloro al verlos?”. Los niños siempre tienen esa manía de dar en el clavo con las preguntas claves instantes antes del momento fundamental. La gente hacía cola en el Mercadona del barrio, guardando la distancia con parsimonia y con las mascarillas de protección. La abuela Maribel y el abuelo José Luis salieron, la vieron y todos rompieron a llorar. Hasta los de la cola del supermercado. Los niños gozan del hermoso blindaje de la inocencia que les convierte en seres al margen de juicios. Siempre expresan la verdad. A veces cruel, sí. Pero la verdad desnuda de quienes no están sujetos a presiones, modas, coyunturas u otros condicionantes.

Olivia lloró de alegría tal vez sin saberlo. Ella creía que sufría, pero un día sabrá que en realidad sus lágrimas blancas eran de júbilo por ver a sus abuelos. Y ese gozo siempre la acompañará, como los efectos saludables de la leche materna, como los abrazos de sus padres, los besos de sus tíos y todo el cariño de sus familiares. Todos los de la cola del supermercado se identificaron con ella, la niña de nueve años que lloraba de alegría por sus abuelos. Y los abuelos lloraban con ella. La niña retornó con ampollas en sus pequeños pies, esas marcas del gozo como la primera vez que sales de casa a patear las calles un Domingo de Ramos. Bendita sea la niña Olivia. Y bienaventurados los que conocen a los hijos de sus hijos en tiempos de pandemia. Hay ampollas que son la prueba del amor que vence el encierro, las distancias y los estados de alarma. Pasará la pandemia, el encierro en casa, las colas en las tiendas de alimentación.

Paseo junto al Monumento a la Tolerancia Paseo junto al Monumento a la Tolerancia

Paseo junto al Monumento a la Tolerancia / José Angel García (Sevilla)

Abrirán todos los negocios de los chinos, los grandes almacenes, los restaurantes, las tabernas y las cafeterías. Pasarán, ¡Dios lo quiera!, las eternas ruedas de prensa de Pedro Sánchez, el tío del jersey con rostro de peluche de la tómbola de Feria, volverá Carmen Calvo los nidos de la Moncloa a posar como retornarán las carreras de camellos de la Feria, el tráfico rodado contaminará de nuevo el aire, los autobuses escolares ralentizarán la circulación, los veladores se poblarán de clientes, los pedigüeños rogarán una moneda y los políticos y periodistas nos entretendremos con esa actualidad que a veces es el pretexto para no mirar esa la realidad que casi siempre es la misma y que como el caballito da siempre vueltas sobre el eje del mismo tiovivo.

Los laboratorios trabajan en todas las partes del mundo mientras en Sevilla vemos a los abuelos con distancia de por medio, tomamos el gran paseo junto al río, convertido en un saludómetro en los días de pandemia y disparamos el consumo de vino por encima del 70%, según los telediarios. Sevilla es un pueblo junto al Guadalquivir en estos días de paseos y carreras. La ciudad se reencuentra con sus orígenes, urbe nacida junto a esas aguas que siempre eran la mejor fuente de recursos para sobrevivir. En tiempos crisis se vuelve a los valores seguros: el río y los abuelos, la naturaleza y el amor. El gran paseo junto al río es una Sevilla para sevillanos donde se cruzan muchas miradas. Es el teatro de otros tiempos, el carril bici es la platea desde la que se mira y se es observado; la salida de la misa de una, el aperitivo en el casino del pueblo, el cine de sala única que se recuerda en blanco y negro, el gran banco de la plaza mayor donde conviven todos. No hay turistas, no hay guiris, no hay visitantes de ningún tipo.

El gran paseo desde el Puerto hasta el Huevo de Colón es una Sevilla solo para residentes. Pasa el consejero de la Junta, los cuarentones, las maduras, los adolescentes, la divorciada, los casados en segundas nupcias, los ciclistas sofisticados, el solitario vocacional, la que se aisla con los auriculares, el que anda rápido hablando por el móvil, el que se deslumbra por la caída del sol, el ex concejal, el que va pendiente de todo menos de los adoquines y se tropieza para que algunos se sonrían, el que se para a fotografiar la Diana Cazadora, el funcionario de la Junta que te reconoce hasta con mascarilla, el abogado con cinco kilos de más, el que pregunta por una fuente de agua, el de las zapatillas de Munich 72 y el que llevas las carísimas de último modelo, el que corre, el que anda y el que se hace el remolón. En este gran paseo sí que está el ‘Todo Sevilla’ de las crónicas sociales de otros tiempos. Se puede hasta sufrir saturación, colapso, angustia y nervios al ver a tanta gente en tan poco tiempo después de tantos días de encierro. Será que sufrimos el síndrome de la cabaña.

Ha salido gente hasta de debajo del pavimento de chinos de la Plaza Nueva, donde Luciano Rosch hizo dibujar un escudo del Betis en honor de su hijo, hoy procurador número uno de Madrid. Hay más gente en el gran paseo de Sevilla que una mañana de 15 de agosto, cuando aparece público de una ciudad desierta. El calor irrumpe como el cariño de los abuelos por la ventana. Todo pasa menos el amor. Las lágrimas siempre te devuelven a la infancia. Olivia será toda su vida la niña que quiso a sus abuelos en tiempos de pandemia. Ella se dio la gran caminata para llegar a ese Cerro donde todo comienza, donde todo encuentra explicación y donde siempre habitan los padres de los padres de todos los niños de la ciudad. Pasarán años, décadas y pandemias. Y el amor de Olivia permanecerá. Hay sacramentos para toda la vida. Y hasta para después de ella.

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