La caja negra

Los sevillanos americanizados

  • Adoptamos la moda de la vivienda en el Aljarafe con jardín, el Halloween y las lavanderías con una facilidad pasmosa y reveladora

El interior de una lavandería en el centro de Sevilla

El interior de una lavandería en el centro de Sevilla / Juan Carlos Vázquez (Sevilla)

LAS lavanderías al estilo norteamericano han llegado para quedarse. En el centro y en los barrios. Esas escenas que veíamos en las series de los años noventa después del telediario, con los tíos sentados a la espera de que la máquina terminara la faena, se contemplan ahora en muchas gasolineras de la ciudad y en establecimientos de calles de muy distinta categoría fiscal. Vivimos el auge de las lavanderías, de las planchadoras, de las casas de comida para llevar. Entre lo poco que se valoran las tareas domésticas y el escaso tiempo libre que dejan los trabajos, el personal no quiere perder un minuto en lavar calzoncillos ni en hacer unas lentejas ricas en hierro. En su día proliferaron las boutiques de señoras de buenas familias venidas a menos que tuvieron que ponerse a trabajar para llevar las perras a casa al quedarse viudas o a perder sus maridos la “posición”.

Hemos vivido el auge de las tiendas de yogures sanos, de los helados bajos en calorías y de los cigarrillos electrónicos. Las tabernas pasaron a ser cervecerías o bares, los bares se volvieron gastrobares y ahora, qué cosas, triunfa en la calle Orfila un bar recreado en los años setenta, incluidos los servilleteros metálicos. Debe ser la teoría del eterno retorno.

Las lavanderías llegan para felicidad de los inquilinos de apartamentos turísticos, personas que viven solas e inmigrantes. Con dos euros tiene usted un potente secador durante quince minutos la mar de eficaz. Se ven perfiles de usuarios muy distintos en estos establecimientos: desde un alto funcionario municipal a un guiri, pasando por una señora que te cuenta que se le ha estropeado la lavadora o un señor que durante la espera te da la matraca con que el edredón se queda más limpio en una lavadora industrial que en la de casa. Los negocios, como los letreros de las prohibiciones, informan de una sociedad. En la actual cotizan al alza aquellas tareas que antaño nos resultaban de las más corriente: un guiso casero, un postre bien elaborado, la ropa limpia y planchada, una tapa de mero empanado donde no te cuelen fletán... El nivel de exigencia ha bajado tanto que cada vez se ven más negocios atendidos por absolutamente nadie.

Hágase usted mismo todo, no sólo repostar el coche de combustible, actividad de alto riesgo que no se entiende que no esté encomendada a un profesional. Hemos exportado el halloween y las lavanderías, los pantalones caídos, las sudaderas de tamaño enorme y las gorras de mal gusto. Aquí no imponemos aranceles mientras a nosotros, con una historia y una cultura mucho más sólidas, nos clavan el puyazo dejando fritos nuestros olivares.

Cada vez vivimos más como los yanquis, aunque muchos de nuestros paisanos se han arrepentido ya del chalecito del Aljarafe como vivienda principal, todo el día en el coche, todo el día subiendo y bajando escaleras en el duplex, pagando al jardinero cada quince días y al tío de la piscina en verano. Nos colaron el concepto de ciudad dormitorio y casa individual y, por supuesto, lo compramos con ayuda de nuestra novelería y de los codiciosos bancos. En el fondo somos muy perros (guau) y nos gusta lo bueno. Y lo bueno es lo de toda la vida. Esas casas deshabitadas durante el día, con las cocinas gélidas, sin humos de ningún guiso, y sin el zumbido de la lavadora, nos provocan depresiones. Algunos hasta han izado la bandera rojigualda como hacen con la suya los norteamericanos.

Cualquier día de estos tendremos un gobierno que recuperará el servicio militar, el latín en condiciones y la asignatura de Hogar en el bachillerato, porque habrá un estudio que dirá que la disciplina, las humanidades y el control de las tareas domésticas contribuye a la forja de jóvenes autónomos, con pensamiento crítico y con un concepto moderno de igualdad labrado desde las aulas. Ese estudio lo harán norteamericanos, por supuesto, y lo leeremos mientras estamos sentados a la espera de la colada en una estación de servicio de la Ronda de María Auxiliadora. Entonces volveremos hacia atrás, como el bar de la calle Orfila con sus servilleteros y su estilo de aluminio limpio de los años setenta. Y para justificarnos diremos que es un bar vintage o cosa del eterno retorno. Jamás que es por pereza o novelería particular o por formar parte de una sociedad débil en general.

Somos tan modernos, tan vanguardistas y tan avanzados que ponemos de moda hoy los bares a los que acudían nuestros padres de jóvenes, cuando se lavaba la ropa en casa y Netflix sonaba a marca de detergente. Será que, como denuncia Iñaki Gabilondo, los sevillanos vivimos en el eterno conflicto de la tradición y modernidad. Y lo hacemos doctor honoris causa. Qué poquito sabemos nadar solos... y lavar la ropa.

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