La caja negra

Lo que el virus se llevó

  • La ciudad se ha hecho campo en pocos días. Sevilla es más bella si cabe en este período de crisis que nos ha arrebatado la vida cotidiana. No tiene precio el disfrute de calles vacías en un mundo en jaque

El vacío en el Paseo del Cristina y la calle Almirante Lobo

El vacío en el Paseo del Cristina y la calle Almirante Lobo / José Ángel García (Sevilla)

El aire está más limpio, los patos se pasean por las calles, la lluvia embellece la gran mole de la Catedral. Si la arruga es bella, la tragedia tiene sus beneficios colaterales. Seamos positivos ante el cielo gris de muertes, infectados e ingresados que nos amenaza cada día. Descubrimos en este período de zozobra una ciudad nueva, unos paisajes irreconocibles, unos ambientes inéditos.

El ruido ha cesado, la ciudad se ha quedado dormida, anestesiada en un sueño de asfalto y persianas echadas. Los autobuses se mueven como caballitos de un tiovivo al que no sube ningún niño. Cuatro o cinco personas hacen guardia en las puertas de cada supermercado como si fueran mendicantes, como si se tratase de vecinos en sepia con cartillas de racionamiento en la mano en lugar de teléfonos inteligentes con los que distraer la espera.

El decreto del estado de alarma ha acabado con la ojana del abrazo, con el besuqueo y, por supuesto, con las bullas. Sevilla está más seria. La crisis nos ha dejado unas calles limpias, un agosto adelantado sin calor, una quietud de pueblo serrano. No tiene precio el disfrute de estas calles en medio de la borrasca que tiene en jaque al mundo. La ciudad se ha hecho campo. No podremos celebrar las fiestas, pero hemos ganado la intimidad en una sociedad que la tiene perdida en las redes sociales, hemos conocido cuánta humanidad queda todavía en la sociedad de las prisas y, cómo no, lo miserable que llegan a ser algunos gobernantes, llamados a tener cordura pero dedicados a decir majaderías incluso a la BBC.

La Puerta de Jerez vacía La Puerta de Jerez vacía

La Puerta de Jerez vacía / José Ángel García (Sevilla)

Una niña juega con una pistola de agua y hace pompas en un balcón de la calle Cuna en un tarde cárdena y desapacible. Sevilla parece una ciudad a estrenar a la que han puesto el perfume del azahar a la espera de las visitas que no llegan. Hay que rezar a las imágenes en sus azulejos porque los templos están cerrados. “¡La peste, la peste!”, se oye una voz infantil sin rostro. No hay nadie. De algunas casas salen los fogonazos de las pantallas de televisión, únicas señales de vida en la ciudad nocturna. Los carmelitas del Santo Ángel dan la bendición a la feligresía desde la azotea convertida en ventanal vaticano en la calle Rioja. Suena la Marcha Real.

Fray Juan Dobado imparte la bendición desde la azotea del Santo Ángel Fray Juan Dobado imparte la bendición desde la azotea del Santo Ángel

Fray Juan Dobado imparte la bendición desde la azotea del Santo Ángel / José Ángel García (Sevilla)

Los patos se han recogido. Las gárgolas de la Catedral derraman todavía gotas sueltas a las losas de Tarifa donde se refleja ese vacío que es la expresión del Estado. Así de sencilla es la belleza en esta ciudad. Se pueden cerrar los ojos e imaginar que no hay virus, que sólo es una tarde de domingo de verano con la típica lluvia estival, que pronto alcanzaremos el templo del Salvador para refugiarnos y asistir a la misa que preside el padre Gómez Guillén en esos primeros bancos con derecho a mirar al Señor de Pasión. Pero todo está cerrado con una frialdad sobrecogedora. Si hasta ayer debatíamos sobre lo mismo, analizábamos estupideces, le dábamos vueltas y vueltas a la misma tuerca para llenar las horas y justificar la existencia. Hasta ayer era todo tan distinto. Sevilla es un gran plató donde se rueda Lo que el virus se llevó. Una ciudad de sueño donde se vive una auténtica pesadilla. Una ciudad que resiste bella en sus días más graves en muchos años. La belleza es un asidero emocional que pocas ciudades se pueden permitir. Conocimos la ciudad de la nieve por las estampas y la Sevilla vacía por las rutas a pie en las que sólo oímos nuestros propios pasos, los únicos pasos de esta primavera que asoma en los naranjos.

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