La colmena

Magdalena Trillo

mtrillo@grupojoly.com

La otra crisis del coronavirus: los datos

Confirmadas tres muertes por coronavirus en la residencia La Milagrosa de Armilla (Granada)

Confirmadas tres muertes por coronavirus en la residencia La Milagrosa de Armilla (Granada) / Photographerssports

Los datos fríos no dicen nada. ¿Mil infectados en un día son muchos o pocos? ¿Y mil muertes? No dicen nada si no sabemos qué ocurrió el día anterior y tenemos en cuenta qué ocurrirá el siguiente, si no ampliamos el foco para ver qué está pasando en el resto de comunidades autónomas y en los países de al lado. No dicen nada si no conocemos las circunstancias y el contexto. Es más, en un contexto global, tampoco serán representativos de nada si no medimos todos de la misma manera y no servirán de mucho, para anticiparnos a los problemas y tomar decisiones eficaces sobre una fotografía certera de la situación, si nos engañamos edulcorando las cifras y maquillando la dimensión real de la crisis.

No estamos sólo ante la conocida enseñanza profesional que tanto está revitalizando el Periodismo de Datos de que siempre hay que "ponerle rostro a los números" y "buscar una historia" estrujando las estadísticas. Tampoco se trata (sólo) de la certeza matemática de que los datos absolutos no son nada sin los relativos y a la inversa.

La crisis del coronavirus va más allá. La cuestión de fondo es qué ocurre si el punto de partida es erróneo: si la realidad con que levantamos todo un plan de acción, con que decidimos hasta dónde llegarán las restricciones del estado de alarma y con que aprobamos los recursos materiales y humanos que pondremos encima de la mesa para evitar, por ejemplo, el colapso de los hospitales, no es la correcta. Si está mal. Si los datos no son lo suficientemente precisos, si no calibran con exactitud los grados de fiebre que sufre la sociedad española por el Covid-19.

Lo paradójico es que, justo en el momento en que las tecnologías y el Big Data más han evolucionado, basta pensar en la minuciosa información que manejan compañías como Facebook o Google para intuir hasta qué punto podríamos disponer de datos fiables sobre cualquier tema, nos enfrentamos a la mayor crisis sanitaria conocida sin ser capaces de aprovechar todo lo que, supuestamente, habíamos avanzado. Apenas si nos despegamos de la burocracia, los protocolos y los plazos para desarrollar cuanto antes una vacuna y, casi con el mismo nivel de inquietud, "estrés social" y confusión que sufrimos con los bulos que nos asaltan desde el móvil, estamos siguiendo el día a día de la pandemia con la pretendida información transparente, rigurosa y "oficial" de las autoridades.

Científicamente, estadísticamente, cu-alquier resultado queda invalidado si la base del trabajo falla; por muy bien que hayamos ejecutado el problema. Llevemos la reflexión a la crisis del coronavirus: en España todavía nos estamos preguntando cuál será el pico de muertos y contagiados; en qué momento se empezará a aplanar la famosa curva y, sobre todo, cuándo bajará y abrirá la puerta a que vislumbremos al menos un halo de esperanza de recuperar ciertas rutinas y normalidad.

Pues nadie lo sabe. Pero es que ni siquiera conocemos la dimensión de la pandemia: ¿cuánta gente hay infectada? Es un misterio. Primero se decidió que no era importante hacer test a personas con síntomas leves, luego resulta que no teníamos recursos ni el material preciso para llevarlo a cabo, ahora nos hemos encontramos con las pruebas "defectuosas" enviadas por los chinos que hemos tenido que devolver (como suele ocurrir, por cierto, con AliEspress).

Pero es que la realidad de las muertes, el dato con el que podríamos inferir la burbuja total de enfermos, tampoco es tan real. Ni contamos igual en las distintas comunidades de España -cada autonomía remite a Sanidad sus datos sin que haya una instrucción clara y compartida sobre la contabilización- ni se cuentan por igual en todos los países -Francia y Alemania, por ejemplo, sólo registran como "muertos por coronavirus" los que ingresan en los hospitales, no los que fallecen en sus casas y en las residencias de mayores-.

China, por supuesto, es un misterio. ¿De verdad se están recuperando con apenas 3.000 muertos? ¿Cómo han contado ellos?

Si seguimos bajando, la inquietud va en aumento. Los datos oficiales de la Junta de Andalucía no se corresponden con los que manejan los distintos hospitales -esta misma semana lo hemos contado en nuestro periódico-. En Granada, por ejemplo, compañeros de distintos medios no han tenido más salida que hacer periodismo colaborativo para contrarrestar la desinformación y la opacidad con que nos trasladan las cifras de evolución de la pandemia. El caso de los abuelos fallecidos en la residencia de Cájar ha indignado a toda la profesión: información oficial facilitada por la Junta que la propia Junta rectifica hasta en dos ocasiones para tener que acabar viendo al consejero Aguirre echar una reprimenda pública a los medios por no contrastar con las autoridades públicas (¡ellos!).

¿Alguien nos dirá en algún momento qué ocurre en ese geriátrico? En tantas residencias de toda Andalucía, de toda España… Poco importa si el centro es público, privado o concertado. Son nuestros mayores, la situación de lo que un día conocimos como "asilos" -¡qué palabra tan apropiada para lo que vemos hoy!- es crítica y la respuesta pública insuficiente -habrá tiempo de aclarar si negligente-.

Llevan razón los trabajadores de los centros de mayores cuando critican que se les "criminalice" y se les pida que respondan a una crisis de esta envergadura como si estuvieran en un hospital cuando ni siquiera tienen material de protección ni un mínimo de indicaciones sobre cómo actuar. Cuando tienen que enfrentarse a focos de contagios incontrolables cada vez que un mayor tiene que acudir, por ejemplo, a un hospital y regresa de allí -las zonas de mayor riesgo de contagio en estos momentos para un colectivo tan vulnerable- sin que les hayan realizado ni el test de coronavirus…

"Matar al mensajero". Suele ser el recurso fácil en los momentos complicados del debate público en el que los políticos, los representantes institucionales y las autoridades tienen que lidiar con la ciudadanía sin poder evitar a los impertinentes medios de comunicación como intermediarios: la culpa es nuestra. Somos los medios los que titulamos mal, interpretamos y analizamos más de la cuenta o directamente… no nos enteramos.

Estamos acostumbrados. Pero en esta crisis, en ninguna crisis, los medios somos los enemigos. Podemos equivocarnos, por supuesto, y podemos informar sin la precisión, la templanza y el rigor que debiéramos por causas propias y ajenas. Pero el problema, al final, está ahí fuera y ahí sigue si no se aborda de frente. Con la certeza de que ni nosotros lo podremos contar bien si no nos ayudan, si no nos vuelven locos cambiando las estadísticas y dándonos información parcial, ni ellos podrán combatirlo si no saben con exactitud a qué se enfrenta.

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