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Mercado de trabajo

Desempleo: la historia interminable

Fede Durán

Un pesimista nato siempre dirá que todo puede ser peor. En España, y en relación con el paro, ese pesimista acertaría por defecto. Al menos durante los seis últimos años, periodo en el que el país encadena sinsabores y cifras escandalosas. Por ejemplo, los 5.965.400 desempleados contabilizados en la última Encuesta de Población Activa (EPA) de 2012. O la tasa récord del 26,08%. O la impactante caída de la ocupación, que pierde 850.500 efectivos y queda por debajo de los 17 millones por primera vez en una década.

Sólo Grecia, un territorio menos poblado, sufre un desastre equiparable en Europa. Y el problema es del sur en general. En la Península, las tres peores comunidades son Andalucía (tasa del 35,86% y 1.442.600 parados), Extremadura y Canarias. La reforma laboral del PP, aprobada en febrero, no ha frenado la sangría. En 12 meses, España suma a las listas del antiguo INEM 691.700 desempleados más. Sólo la construcción, sector ya vapuleado, aguantó el curso sin repuntes. Los servicios lideraron la destrucción de puestos de trabajo con 1.737.300 parados.

Crece el desánimo y el extranjero se confirma como la última vía de escape. La población activa se contrajo en 158.700 personas y dejó atrás el listón de los 23 millones. La gente tira la toalla y muchos ni siquiera buscan ya una oportunidad. La mejor prueba es que la emigración repuntó  un 21%. Esta crisis genera además situaciones cuando menos curiosas. Alemania, primera potencia continental y bien pertrechada de licenciados españoles pata negra (básicamente ingenieros), sugería meses atrás a los aspirantes al exilio que llegasen dominando el idioma de acogida.

Esa tropa de viajeros la lideran los jóvenes, atrapados en una estadística brutal: más de la mitad serán incapaces de encontrar un empleo en su propia tierra. La tasa de paro entre los menores de 25 años supera el 55%. El reverso de esta marginalidad es una aún más áspero y lo personifican los ciudadanos con 55 o más años (17,97%), sometidos a lo que los expertos denominan el corredor de la muerte laboral: muchos de ellos nunca más trabajarán. Añadan a la suma el desempleo de larga duración, esos casi dos millones de españoles con al menos un par de años de búsqueda infructuosa de sustento, y las 1,8 millones de familias con todos sus miembros en paro, y obtendrán un diagnóstico fiel de la dimensión del agujero.

Lejos queda la edad de oro del mercado laboral. Impulsada por el frenesí del ladrillo, la locomotora española fue capaz de construir un bienio casi mágico (2005-2006) con listas de parados por debajo de los 1,9 millones y tasas tan contenidas como aquella del 7,95% que empujó a José Luis Rodríguez Zapatero a pensar incluso en la quimera del pleno empleo. Nadie imaginó entonces la tormenta que se avecinaba. Nadie pensó que el abrupto giro de ciclo materializado entre 2007 y 2008 sería sólo el preludio de un declive mucho mayor. Ni las dos reformas del Gobierno socialista ni la apadrinada más recientemente por el ejecutivo popular han mostrado hasta ahora su utilidad. La de Rajoy recogía las recomendaciones de Bruselas y diversos organismos internacionales, abaratando los costes del despido y apostando por la flexibilidad, que implicaba no sólo ajustes de horarios y salarios en función de la demanda sino también, y sobre todo, la atribución al empresario de un poder de decisión sin precedentes en el laboralismo español. Quizás, como explican desde La Moncloa, los frutos de estas decisiones se revelen en breve. De momento, sin embargo, la única conclusión cierta es la que apunta a la muerte del mito que proclamaba la infalibilidad del recetario del PP en materia económica.

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