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Carrera hacia la casa blanca El demócrata tuvo enfrente a dos colosos que polarizaron toda la atención

Dos maneras opuestas de fracasar

  • La pugna por la presidencia se queda de golpe sin dos de sus más serios competidores, John Edwards y Rudy Giuliani · Entre ambos existe un abismo en la manera de marcharse del 'campo de batalla'

Sin John Edwards ni Rudy Giuliani, la carrera por la presidencia de Estados Unidos se queda de un golpe sin dos de sus más serios competidores. Los votantes en las primarias los forzaron a irse, pero entre ambos existe un abismo en la manera de marcharse del campo de batalla: son dos maneras opuestas de fracasar.

Edwards se va con la cabeza alta, después de pelear cara a cara con Hillary Clinton y Barack Obama entre los demócratas pese a contar con muchos menos medios. El ex alcalde de Nueva York, por el contrario, se marcha por la puerta de atrás, habiendo dilapidado un enorme crédito político en una campaña entre los republicanos que será recordada por lo que no se debe hacer.

"Quizá vivió en una ilusión", afirmó The New York Times. The Washington Post lo califica de "irrelevante" y habla de una "mareante caída libre", tan "precipitada como impresionante".

Durante todo 2007 y hasta hace poco más de tres meses Giuliani era el gran favorito en las encuestas, con ventajas que en algún momento llegaron hasta los 20 puntos. Era más que nunca el alcalde de América, el hombre al pie del cañón el 11 de septiembre de 2001, cuando hasta el presidente George W. Bush estuvo desaparecido.

El dinero también fluía. Al 30 de septiembre, Giuliani era el candidato que más dólares había recaudado con la excepción de Mitt Romney, que contaba con inyecciones extra de su multimillonaria fortuna personal. Sus rivales pasaban además por problemas: Romney era un desconocido en casi todo el país, y John McCain tuvo que despedir a media campaña por falta de dinero.

"No creo que nos la puedan quitar (la nominación). Ahora que eso está seguro, puedo irme a batallar a otro sitio", afirmó repleto de confianza hace sólo tres meses al diario The New York Observer Tony Carbonetti, uno de los más estrechos colaboradores de Giuliani.

Desde ese momento, sin embargo, todo fueron malas noticias y errores. Primero saltó el escándalo de un antiguo colaborador suyo procesado por fraude. Después los rumores de que utilizó fondos públicos para proteger a su novia, ahora su tercera esposa, cuando era alcalde. A ninguna de ambas acusaciones respondió con firmeza Giuliani, permitiendo que la neblina se posase sobre su ética.

Después renunció a hacer campaña en Iowa por la oposición de los más radicales evangelistas, que no perdonaban su apoyo al aborto legal y los derechos de los homosexuales. A continuación renunció a New Hampshire ante el escaso éxito de sus aún más escasas apariciones, y anunció a bombo y platillo que su campaña nacería con fuerza en Florida. La estrategia era increíblemente arriesgada: nadie ganó jamás una nominación sin haberse impuesto en alguna de las seis primarias iniciales.

A finales de diciembre su liderazgo en las encuestas se desvaneció. La guerra de Iraq y la seguridad nacional, sus puntos fuertes, dejaron paso en las preocupaciones públicas a la economía.

En enero, mientras sus rivales se repartían golpes y triunfos en Iowa, New Hampshire y Carolina del Sur, Giuliani trabajaba los votos en Florida. Pero sus esfuerzos resultaron en vano. Los medios no le dedicaban atención, y él tampoco hacía por atraerlos. Dos agresivos anuncios con ataques a McCain y Romney se quedaron sin ver la luz por decisión personal del candidato republicano. "¿Cómo se siente por estar de vuelta en Florida?", le preguntaron la pasada semana. "No estoy de vuelta, nunca me fui", respondió entre divertido y asustado Giuliani.

Aún peor, los que sí le prestaban atención salían desencantados por su aparente falta de entusiasmo en la campaña. "Cuanto más lo conocían los votantes republicanos, menos querían votar por él", afirmó The New York Times, que le dio hace sólo unos días el empujón definitivo al abismo: al anunciar su apoyo a McCain el rotativo dijo que el ex alcalde de su ciudad es "estrecho", "obsesivamente vengativo" y con una "arrogancia y mal juicio" que son "impresionantes".

Por último, incluso el dinero empezó a faltar, y algunos de los máximos dirigentes de la campaña tuvieron que renunciar en pleno enero a parte de su sueldo. El declive era ya imparable, e incluso el propio Giuliani lo sentía, pero no parecía hacer nada por ello. "Cada día era una constante batalla para animarlo", citó The Washington Post a uno de sus asesores de campaña.

El resultado fue un fracaso innegable. En ninguna cita alcanzó el diez por ciento ni superó el cuarto lugar. Llegó Florida, y sólo pudo ser tercero, muy lejos de McCain y Romney. Rudy entendió el mensaje y en uno de sus más inspirados discursos en meses habló de su campaña en pasado e hizo un balance en el que sólo le faltó despedirse y apoyar a su amigo McCain.

El demócrata Edwards también cometió errores y tuvo que enfrentarse a incómodas acusaciones, como su corte de pelo de 400 dólares, pero por el contrario, hizo también numerosas cosas políticamente adecuadas.

Encontró su nicho de votantes entre las clases medias y bajas del país, conformó un discurso claro y conciso que lo situó claramente en el espectro político, criticando a las grandes corporaciones y defendiendo los derechos de los trabajadores. Y entre medias tuvo que afrontar la noticia de que el cáncer había vuelto al cuerpo de su esposa, Elizabeth, y esta vez de manera incurable.

Su problema no sólo fue que ese nicho de votantes no era lo suficientemente grande, sino sobre todo que enfrente se encontró a dos colosos, Hillary Clinton y Barack Obama, que polarizaron toda la atención e, inevitablemente, los votos.

Edwards, el modesto hijo de un molinero de Carolina del Sur, vio un rayo de esperanza cuando quedó segundo en los caucuses de Iowa, relegando por unos pocos votos al tercer lugar a Clinton. Pero fue sólo un espejismo, porque en todas las demás citas quedó tercero y cada vez a mayor distancia de sus rivales. El candidato aseguraba que llegaría hasta la convención y, quizá secretamente, albergaba la esperanza de convertirse en la llave que deshiciese el empate entre Clinton y Obama.

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