JUAN SANCHO & MIGUEL RINCÓN | CRÍTICA

Disfrazar rigores con el canto

Juan Sancho y Miguel Rincón.

Juan Sancho y Miguel Rincón. / A.M.M.

Fue Petrarca quien dio el giro trascendental en la poesía occidental al reasignar la materia prima poética a la vivencia interior del amante en vez de a la descripción del juego amoroso cortesano. Desde ese momento, el poeta se canta a sí mismo, a sus dolencias sentimentales, a sus frustraciones, a la imposibilidad de alcanzar la dicha amorosa, a la eterna dilación de la culminación gozosa del amor. Porque un amor feliz no es digno de ser cantado, sólo los amores frustrados, los inasequibles, los imposibles, los despreciados, los soñados, los imaginados; sólo ésos merecerán la imperecedera fama de la poesía y del canto.

Hay veces en que vida y poesía parecen no casar y uno de esas veces es la que une a José Marín y sus canciones o tonos humanos. Pendenciero, ladrón y asesino (a pesar de sus hábitos talares) junto al conocido dramaturgo Juan Bautista Diamante, torturado, encarcelado, degradado y reinsertado como cantor. Sí, pero también autor de las más refinadas canciones del barroco hispano, como tuvimos la ocasión de comprobar en este soberbio recital. Pocos acompañantes más imaginativos y creativos existen hoy día como Rincón, capaz de superponer una jácara a una canción de Marín y de reinventarse todos los acompañamientos con una riqueza, finura y limpieza difíciles de superar.

Y junto a él un Sancho en plenitud de facultades, con su voz sedosa, clara, rica en armónicos, flexible al máximo, capaz de sensibles matizaciones y de regulaciones de elegante efecto expresivo. Dominó como pocos la retórica de los afectos mediante retardos en palabras como suspirar o énfasis sobre inflamar. Con sobrado fiato, enlazaba las frases de manera elegante sin perder nunca la claridad de la dicción, algo esencial en este repertorio en el que música y palabra marchan íntimamente de la mano sílaba a sílaba. En las repeticiones de las coplas siempre hubo un matiz diferenciador, un ornamento diferente, una inflexión nueva, sabiendo siempre sacar partido de una voz que se mueve con igual fluidez y nitidez en el registro grave (Canta jilguerillo, por ejemplo), en el centro y en el agudo, con plena proyección y belleza tímbrica. De seguro que José Marín lo habría invitado a un vino en alguno de los tugurios madrileños en los que igual componía canciones que planificaba fechorías.

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