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Arte

Afortunada simbiosis

  • Una de las líneas de fuerza de Manolo Cuervo es la imaginación, evidente en sus carteles.

Cuando los europeos cultos retiraron su confianza a las antiguas teologías que les ofrecían una visión acabada del mundo, comenzaron a florecer los libros de emblemas. Era una sabiduría modesta y fragmentaria, capaz de hablar a la imaginación y a la sensibilidad, e interesar por medio de ellas a la inteligencia. No ofrecían un visión del mundo, pero establecían puntos de referencia en torno a los que se podía organizar el pensamiento. Algo de esta vieja sabiduría brilla en la serie más reciente de Manolo Cuervo, Tratamiento de choque, que como un gran mural se ha colocado frente a la entrada de la muestra. Las piezas, con soportes diferentes pero de igual formato, componen una ácida meditación concretada en obras directas, como un cartel, y densas, como corresponde a un discurso artístico. Uno de los temas recurrentes es la violencia. La violencia más nítida, la mejor alimentada, la que casi nos deja ya indiferentes, es decir, la guerra. Cuervo suprime en La cabellera de Berenica todo discurso sublimador de la guerra, sugiere su relación el mercado (Bikini) y con ciertos productos de la cultura de la imagen (El carnaval de los superhéroes), y subraya la desesperanza al actualizar el mito de la Caja de Pandora.

Hay otros registros en la serie: el erotismo (¿Qué tienes en la cabeza?), el agobio y las relaciones entre arte y diseño: Jane Avril (el icono de Toulouse-Lautrec) según (el pintor pop) Tom Wesselmann.

Este trabajo evidencia una de las líneas de fuerza de Manolo Cuervo: la imaginación. En sus carteles se hace evidente al unir significados heterogéneos, relacionar figuras a primera vista contradictorias o hacer convivir tratamientos de imágenes muy distintos. En sus pinturas las cosas son algo distintas: Cuervo se esfuerza en hacer consciente al espectador de su propia capacidad de imaginar. Así se advierte en dos de sus series: La mujer del cartel y Los restos del naufragio. En la primera, los rostros femeninos que la publicidad siembra en la ciudad aparecen nublados por vibrantes colores: sólo quedan de ellos rasgos con lo que se antojan imágenes de un sueño vigil, inquietantes huéspedes anclados en algún recinto olvidado por la conciencia. Se establece así un distanciamiento de la imagen que deja de ser cebo de la mirada y se convierte en aguijón de la fantasía. En ese sentido, cabría relacionar la serie con los Laberintos, trabajos cuyas figuras aparecen veladas por grandes celosías de papel recortado que las muestran y las ocultan con la malicia del arabesco. En Los restos del naufragio, la imaginación aparece como clave de narraciones incompletas (reales o ficticias, da igual) que, aunque sólo conocidas por quien las vivió, estimulan la bella manía de contar historias.

La muestra se completa con la serie más conocida, la relativa al jazz. Brillan en ella especialmente otras dos virtudes de Cuervo: el manejo del color y la frescura de la imagen. Las piezas dedicadas a Dizzi Gillespie y a Max Roach son en tal sentido ejemplares, y el conjunto de la serie podría constituir una instalación en homenaje al jazz, y también al cartel y a la pintura. Porque la serie resume la idea más interesante que se desprende de esta exposición: la afortunada simbiosis entre el diseño y la pintura. Una simbiosis que da firmeza y densidad al cartel, y otorga a la pintura el desenfado de la expresión directa.

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