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Esto es lo que es

HACE muchos años, en una revista literaria americana que encontré no sé dónde, leí un relato sobre un tipo que tenía que inspeccionar moteles de mala muerte en una zona particularmente desolada (Montana o Dakota, ya no recuerdo). Entre sus obligaciones, el inspector debía comprobar si había chicles pegados bajo las mesas y si las camareras llevaban ropa interior. Al final del relato, a medianoche, aparecían cuatro japoneses borrachos en la pequeña ciudad donde el inspector estaba trabajando. Los japoneses no sabían dónde dormir, así que el inspector les buscaba alojamiento en uno de sus moteles recién inspeccionados, donde los televisores eran en blanco y negro y no funcionaba el aire acondicionado. Cuando se iba a dormir, después de llamar por teléfono a una mujer que no le contestaba, el inspector de moteles reflexionaba que aquel día había terminado un poco mejor de lo que había empezado, y que eso, a su edad -40 y tantos- ya era mucho. Muchísimo. Y ahí se terminaba el relato.

 

El relato se llamaba Medio Oeste y era de Richard Ford. Cuando lo leí no sabía nada del autor, pero enseguida supe que era un relato de primera. De hecho, ese relato nunca se me ha ido de la cabeza, y eso que han pasado más de veinte años. Y ahora sigue aquí, igual que siguen en su lugar -imagino- los chicles pegados bajo las mesas y los aparatos estropeados de aire acondicionado. Es muy difícil que algo tan poco atractivo -un paisaje anodino y un don nadie que roza los cincuenta y tiene un trabajo insustancial revisando moteles- cobre tanta vida y se convierta en una historia que de algún modo también forma parte de la vida de quien la lee. Para escribir algo así hay que ser un escritor de primera fila. Y Richard Ford lo es.

 

Lo podrá comprobar cualquiera que lea su libro de relatos Rock Springs -uno de los libros más tristes que he leído en mi vida- o su trilogía de novelas sobre Frank Bascombe, otro don nadie (periodista deportivo y agente inmobiliario) muy parecido a aquel inspector de moteles que buscaba chicles bajo las mesas, y que, por cierto, también se llamaba Frank. Ford parece tener un conocimiento exhaustivo del alma humana. Y cuanto más normal es la persona sobre la que habla, más hechos extraordinarios es capaz de descubrir en ella (por supuesto, Ford sabe que no hay un adjetivo más engañoso que ese de "normal"). 

 

La vida que ha tenido Ford puede explicar esa capacidad asombrosa para asomarse al interior de todos nosotros. Cuando tenía 19 años, Ford trabajaba de peón de ferrocarril con su abuelo (su padre había muerto hacía poco, y esa orfandad se deja sentir por toda su obra: hay una tristeza especial de marca Ford). Después fue marine, intentó ser abogado, trabajó como periodista deportivo y al final acabó dedicándose a escribir. Ford también es profesor de escritura creativa, y a sus alumnos les enseña sobre todo a leer, porque sabe que sólo "si llegas a ser un buen lector, a lo mejor podrás ser un buen escritor". Por lo demás, Ford ha vivido un poco en todas partes. No le gustan los puentes. Prefiere encontrar razones para que una cosa esté bien antes que buscar las razones para que una cosa esté mal (una costumbre heredada de sus padres). Y Ford tiene la habilidad de escribir en cualquier sitio: en un avión que cruza el Atlántico o en habitaciones de hotel o en casas de amigos. Ahora escribe en una cochera para barcos en Maine. Y en otoño alquila una casa en Clifden, en la costa occidental de Irlanda, donde se dedica a cazar becadas (años atrás iba a pescar y cazar con su amigo Raymond Carver). 

 

En el maravilloso libro que dedicó a su madre -Mi madre. In memoriam-, Ford termina su relato con esta frase: "Conocí a su lado este tipo de momento que todos quisiéramos conocer, el momento de decir: Sí, esto es lo que es". Pues bien, esto es lo que les ocurre a los lectores de los libros de Richard Ford. Traten de lo que traten, el lector tiene la sensación de que ha entrado en contacto con la vida tal cual es, esa vida -que es nuestra vida- en la que no funcionan los aparatos de aire acondicionado y hay chicles debajo de las mesas; aunque, eso sí, uno pueda sentir que el día termina al menos un poco mejor de como había empezado. Sí, esto es lo que es. La vida, tal cual. Y el arte.

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