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I CAPULETI E I MONTECCHI | CRÍTICA

Una historia siempre viva y presente

Romeo y Julieta, Daniela Mack y Leonor Bonilla.

Romeo y Julieta, Daniela Mack y Leonor Bonilla. / Guillermo Mendo

Ahora que Steven Spielberg revisita West Side Story queda de manifiesto, una vez más, la eficacia narrativa y pasional de la triste historia de los amantes de Verona. Una historia que va más allá de la ambientación del relato original de Bandello (y no sobre el drama de Shakespeare) sobre el que se cimenta el libreto de Felice Romani para esta ópera de Bellini y que soporta bien las traslaciones temporales, geográficas y culturales.

En esta producción Silvia Paoli opta por trasplantar la trama a los ambientes mafiosos del Sur de Italia, a Nápoles, Calabria o Sicilia, haciendo de Capuletos y Montescos bandas rivales y del padre de Julieta un capo en toda regla. La idea, el concepto, es bueno en sí, pero luego hay que saberlo llevar a escena y adaptarlo a la ópera, con sus específicas necesidades en materia de movimiento escénico. Y aquí es donde falla en parte el espectáculo en su dimensión teatral, porque los cantantes se ven constreñidos a cantar casi todo el tiempo al fondo de ese escenario único, de ese Bar Verona que es el cuartel general de los sicarios de Capelio. Allí, en la distancia y cantando a veces hacia los laterales cuando no de espaldas al público, es difícil que puedan correr bien las voces, que lleguen a los oyentes con nitidez. Hubo momentos en que apenas se distinguía el sonido de los personajes, sobre todo en los pasajes en que la orquesta apretaba un poco más de la cuenta. Una pena, porque la mitad de la escena más cercana al foso estuvo casi todo el tiempo sin usar y cuando Romeo y Tebaldo se acercaron a esa zona (la corbata) en su dúo, las voces corrieron como un cristalino manantial. Por último, no le acabo de ver el significado a la panda de arrapiezos que deambulan una otra vez entre los personajes, produciendo más “ruido escénico” que otra cosa.

Bernácer arrancó la obertura con modos rossinianos, subrayando las frases de flautas y flautines y conduciendo con energía los crescendi. Se acopló mejor con los cantantes en los momentos más vivos, más rápidos, en los que llevó la música con buen tempo y buen ritmo. Pero en los momentos más delicados cayó en cierto sopor, dirigió con demasiada lentitud, alargando los silencios y llevando el clima teatral a la parálisis. Así sucedió, sobre todo, en la escena final, en el soliloquio de Romeo, en el que los acordes orquestales que acompañan al recitativo y arioso de la cantantes deberían haber sido más secos y con menos pausa entre ellos. Lo mismo sucedió en el primer dúo entre Romeo y Julieta (forzando con ello al máximo el fiato de los solistas) y en quinteto final del primer acto.

De la buena prestación de la orquesta es de justicia celebrar el espléndido solo de clarinete que preludia la llegada de Romeo en el segundo acto, así como las intervenciones de trompa, violonchelo y arpa.

El coro fue otro de los perjudicados por la lejanía de su ubicación, con la consecuente pérdida de nitidez, a pesar de lo cual rindieron con la calidad habitual.

Muy deficiente para un Dario Russo oscuro y engolado al máximo. Insuficiente para Cansino, con un vibrato cada vez más descontrolado y un fraseo brusco, poco en estilo. Airam Hernández puso su voz de gran lirismo y belleza tímbrica al servicio de una interpretación muy belcantista, con buen fraseo, aunque se perdían a menudo las notas finales de las frases. Daniela Mack no es en puridad una auténtica mezzo. Es más bien una soprano que se desenvuelve bien en la zona superior (como lo mostró en el segundo acto) y que en la zona inferior tiene que ahuecar y engolar, con el consiguiente emborronamiento del sonido. Eso sí, fraseo con mucho gusto, ligando las frases con elegancia. Y sobresaliente para Bonilla, que superó gracias a su perfecta proyección las distancias, que reguló con sensibilidad y que hizo convincente su papel al cien por cien. Su recitativo de entrada en el primer acto fue interpretado con suma atención a los acentos, lo que fue seguido de un "Oh quante volte"cantado con morbidez. Remató la escena con una cabaletta cuajada de coloraturas muy ajustadas, exactas y afinadas, expandiendo unos agudos que se iban abriendo y llenando la sala. Sus buenas dotes dramáticas suplieron sobradamente la bajada de calidad de la música en la escena final, haciendo creíble el trágico desenlace.

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