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Café Zimmermann | Crítica

Apoteosis de luz italiana

Manfredo Kraemer al frente de Café Zimmermann

Manfredo Kraemer al frente de Café Zimmermann / Francisco Roldán

Bach llevaba años experimentando con la forma del concierto italiano cuando en 1721 pasó a limpio las seis obras que históricamente se conocen como Conciertos de Brandeburgo, ya que destinadas al marqués brandeburgués Christian Ludwig, un Hohenzollern oficial del ejército prusiano. En esta versión manuscrita de unas obras con orígenes diversos, el compositor parece tener presente el gusto del dedicatario, pero también las posibilidades de la orquesta que él mismo manejaba en la corte de Cöthen, de ahí la extrema diversidad de unas piezas que si dominadas por los principios del concerto grosso presentan elementos de otro tipo de conciertos (ripieno, con solista) e incluso de la suite de danzas.

Las obras son un auténtico festín para un conjunto como Café Zimmermann, cuya dedicación a la música de Bach es continua desde su fundación hace más de 20 años. Es razonable que en el tercer centenario de aquel manuscrito el grupo francés haya salido en gira para ofrecer la integral de los Brandeburgo en una sola sesión, hecho no insólito ni mucho menos, pero no demasiado frecuente. La gira ha empezado con un hándicap, la lesión de Pablo Valetti, concertino del conjunto, además de su fundador y director artístico junto a la clavecinista Céline Frisch, una lesión que le ha impedido participar en sus conciertos españoles.

La solución adoptada ha sido utilizar a otro habitual del conjunto, el violinista (y violista) Mauro Lopes, como concertino en la mitad de las piezas y reclutar para ejercer como tal en las otras tres (Conciertos 1, 3 y 4) a Manfredo Kraemer, compañero de mil batallas de Valetti (incluso compartiendo grupo, The Rare Fruits Council). Valetti y Kraemer, ambos argentinos, se complementan pero justamente porque son violinistas muy diferentes. El sonido de Kraemer es agresivo, agreste, diríase dionisíaco, mientras el de Valetti es mucho más lírico, apolíneo, un carácter más cercano también a Lopes. Y eso marcó indiscutiblemente las interpretaciones que el conjunto ofreció en el Femás. 

Fueron sin duda versiones luminosas y brillantes, de tempi rápidos (cuando no fulgurantes), contrastes acentuados y solistas virtuosos, pero irregulares, algo que parece inevitable si uno repasa los desafíos continuos que, más allá de los recursos técnicos, plantea la música en cuestiones texturales y de equilibrio. El soporte del bajo continuo fue excepcional, especialmente por la interacción entre Frisch y el violonchelista Balázs Máté, una garantía para cualquier conjunto y un punto de partida esencial para el éxito de la propuesta.

El Concierto IV de apertura destacó por una trama de magnífica claridad, la profundidad del foco (¡el soberbio continuo!) y la mezcla entre la incisividad de Kraemer y las pastoriles flautas de Form y Valter. El Concierto VI resultó elegantísimo, con la viveza general de los tempi magníficamente ajustada en un fraseo de gran refinamiento y dinámicas más anchas que en la obra precedente, y ello a pesar de algún pequeño desajuste en el movimiento lento. La gravedad de una obra que no incluye violines quedó marcada por la belleza tímbrica de las violas de Lopes y Martina Bischof y la hondura del violonchelo de Máté. El poderoso rasgado de la trompa de Raúl Díaz dejó en un muy segundo plano al violín piccolo de Kraemer en el arranque del Concierto I, una obra muy compleja por el abigarrado concertino, lo que provocó algunos desajustes, especialmente en un tercer movimiento que se sostuvo una vez más en el estupendo continuo. Esplendoroso final en estilo francés.

Para el Concierto V, Café Zimmermann planteó una versión de solistas, con un instrumentista por parte en la sección del tutti. La obra se benefició así de un equilibrio sonoro que privilegió la delicadeza y tersura del traverso de Valter en perfecta sincronía con el relajado sonido de Lopes. Extraordinaria la musicalidad de Frisch en la famosa cadencia del primer movimiento. Aunque el Affettuoso pudo tener alguna pequeña caída de tensión el final resultó refulgente, una vez más apoyado en un gran continuo (esta vez, junto a Máté es justo resaltar el contrabajo de Joseph Carver). Intensísimo y brillante el Concierto III, con los compases de transición del segundo movimiento sin desarrollar, un magnífico equilibrio entre secciones y un final fulgurante y luminoso. En el Concierto II de cierre se exacerbaron los contrates entre el dramatismo virtuosístico de los movimientos extremos (brillantísima la trompeta de Cassone), de texturas transparentes, y un lírico Andante central en el que Frisch y Máté volvieron a brillar desde el continuo.

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