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Cluster | Crítica de teatro

Con el ego por bandera

Una imagen de 'Cluster', la pieza de la compañía madrileña que se presentó anoche en el  Teatro Lope de Vega.

Una imagen de 'Cluster', la pieza de la compañía madrileña que se presentó anoche en el Teatro Lope de Vega. / Luz Soria

En estos momentos tan difíciles, cada vez son más los creadores que toman inspiración de la realidad: la exterior, que ha dado lugar, entre otros, al llamado “teatro documento” y, en el lado opuesto, la interior, esa que pone en primer plano los conflictos y las esperanzas de los propios actores.

Desde esta óptica del ego, Cluster da voz a la generación de los ochenta. La primera en España que creció en plena libertad de unos padres criados en plena dictadura. Una generación que se acerca peligrosamente a los cuarenta –si no los tiene ya- sin tener muy clara, en ocasiones y salvo excepciones, su propia dirección.

Ocho de esos jóvenes ya no tan jóvenes son los que, en un bien iluminado escenario con varios ambientes, mitad bar –el Cluster- mitad casa y todo lo demás, con una pequeña pantalla para facilitar los contextos o acercarnos primeros planos, protagonizan el último trabajo de La_Compañía Exlímite, dos de cuyos integrantes, sevillanos ellos, fueron los protagonistas de la pieza Los Remedios, que pudo verse el pasado año en la sala B del teatro Central.

Partiendo de un laboratorio teatral y siguiendo en su desarrollo la actual tendencia denominada ‘autoficción’ (mezcla de autobiografía y ficción), Cluster no solo mezcla realidad y fantasía, sino que recurre a todos los géneros y a todos los registros teatrales que necesita para su desarrollo.

De este modo, monólogo tras monólogo, dirigiéndose siempre al espectador en primera persona como suelen hacer también en las redes sociales, los ocho actores nos van contando sus cuitas y sus historias, saltando caprichosamente de una época a otra desde el 2000 hasta la actualidad.

El miedo a perder la juventud, los amores asimétricos, los trabajos precarios, el miedo al dolor (con un encendido panegírico del diazepam), las diferencias con sus progenitores… son algunos de los temas que van apareciendo en clave de humor –con un chispeante Pablo Chaves que supo provocar las mayores carcajadas-, de drama, de surrealismo o incluso de discurso moralizante, con el parlamento final de una madre que resume de algún modo los puntos débiles de la citada generación.

En escena hay un continuo movimiento y un estupendo trabajo coral ya que todos se convierten en servidores de escena de quien tiene la palabra; pero a pesar de las músicas (de Rafaela Carrá al Niño de Elche, pasando por Björk o Rocío Jurado) y de las coreografías grupales de la segunda parte, no hay sorpresas desde el punto de vista teatral.

Un final esperanzador –un cielo estrellado en la hermosa playa cretense de Falasarna- pone fin a una pieza en la que, en nuestra opinión, nada justifica su metraje. Tres horas y media tras las cuales (con la mezcla de años, temas y registros y, sobre todo, con el aluvión de palabras, archiescuchadas en su mayoría, que llevamos encima), salimos del teatro literalmente agotados.

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