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TOMMASO COGATO | CRÍTICA

Tres nombres, tres voces

Tommaso Cogato en el Alcázar.

Tommaso Cogato en el Alcázar. / ACTIDEA

Entre las conmemoraciones y efemérides musicales de este año se cuentan los cien años de la muerte de Felipe Pedrell, los doscientos del nacimiento de César Franck y los ciento cincuenta de la venida al mundo de Aleksandr Skriabin. A los tres estuvo dedicado el brillante recital de Tommaso Cogato. Lo venimos diciendo desde hace tiempo: Cogato es un activo artístico de enorme valor que desafortunadamente está infrautilizado en Sevilla cuyo nombre debería sonar más a menudo en estas páginas dedicadas a reseñar la actividad musical de la ciudad.

Frente al Pedrell volcado sobre el lenguaje de raíz wagneriana, su música para piano bebe directamente de la mejor tradición de la música de salón. Tanto su Nocturno op. 53 como su Mazurka evidencian el tributo al lenguaje chopiniano y así lo entendió Cogato, con una pulsación muy matizada y sutil y con una articulación sumamente clara.

En Preludio, aria y final de César Franck Cogato se adentró hasta el fondo en el entramado contrapuntístico y en el juego de polifonías que atraviesa toda la obra, con una mano izquierda absolutamente clara y firme (como lo demostró en el Preludio para la mano izquierda de Skriabin dado como propina) y una mente limpia y fresca capaz de seguir todas las voces de manera fluida sin por ello ocultar el profundo lirismo del Aria. Su virtuosismo se puso a prueba en el Final, con intensos chisporroteos en la mano izquierda mientras la derecha entonaba el tema recurrente.

Cogato optó por una selección del Skriabin de sus primeros momentos, el menos radical, el más vinculado con la tradición romántica, que en sus manos sonó con fluidez y sin pizca de amaneramiento, con los juegos de colores que este compositor tan bien supo explotar en el teclado. Eso sí, en la Sonata nº 4 tuvo que recurrir a todas sus armas como virtuoso, a la agilidad más absoluta, a la precisión en la digitación y al continuo y preciso uso del pedal.

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