Cantó & Moraza | Crítica

Claroscuros de Debussy

Francisco José Cantó y Ángela Moraza en el Alcázar

Francisco José Cantó y Ángela Moraza en el Alcázar / Actidea

Incomprensiblemente, el centenario de la muerte de Claude Debussy estaría pasando casi totalmente desapercibido en Sevilla si no fuera por la atención que le presta el ciclo veraniego del Alcázar. Incluso en empeños aparentemente menores la mano maestra de Debussy descuella entre la de sus contemporáneos, y lo hace tanto por el puro tratamiento instrumental como por la capacidad para trascender la función, apuntando a ideales artísticos que estaban renovando por completo el entorno musical.

Su Primera rapsodia para clarinete fue escrita en 1910 para el Concurso del Conservatorio de París, pero en ella hay algo más que el servir como vehículo para las habilidades de los candidatos (el lirismo en la sección lenta, la agilidad en la rápida), una inspiración en la melodía, un tratamiento armónico que derivan en una atmósfera que llega a hacerse etérea y subyugante. Francisco José Cantó y Ángela Moraza la rozaron por momentos, pero su versión quedó más del lado de la claridad que de la veladura, del fraseo limpio y la articulación sin tacha que de la fantasía, el claroscuro y la sutileza en el matiz.

Las obras de Messager y Widor, escritas una década antes con la misma función que la Rapsodia, sí parecen piezas de mero compromiso, bien escritas, pero sin la riqueza de significados de la de Debussy. Sus exigencias virtuosísticas no supusieron obstáculo para una lectura impecable en técnica y musicalidad.

La sevillana Moraza tocó luego en solitario L’isle joyeuse de Debussy con apreciable sensiblidad antes de que el dúo presentara un arreglo prescindible del Claro de luna y acabara con la magnífica Sonata de Saint-Saëns, obra tardía, pero fiel al lenguaje clásico de su autor, que permitió al gaditano Cantó lucir sonido redondo en todos los registros.

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