Nuevo icono cinematográfico de la negritud amable y domesticada en la Francia multicultural, Omar Sy suma un éxito tras otro desde aquella Intocable de infausto recuerdo a la que han seguido títulos no menos taquilleros como Samba, Monsieur Chocolat o Mañana empieza todo.
En El doctor de la felicidad, dirigida por Lorraine Levy a partir de la novela de Jules Romains ya llevada al cine con anterioridad (1933, 1951, 1960), el grandote bonachón de Sy viaja a unos acartonados años 50 para interpretar a un médico improvisado de pasado turbio cuya llegada al pequeño pueblo de Saint-Maurice revoluciona a la comunidad y a sus pintorescos personajes.
El tratamiento es, cómo no, amable y blando, costumbrista y caricaturesco, levemente cómico y profundamente conservador, a través de una historia de simulaciones y picaresca que contiene todos los ingredientes didácticos para enarbolar mensajes de tolerancia, comprensión, buena convivencia vecinal o amor interracial de un cine con tan escasas ambiciones formales como demasiados peajes ideológicos.
Hubo un tiempo en el que la comedia popular francesa tenía los nombres de Pagnol, Guitry o Duvivier. Cualquier parecido de El doctor de la felicidad con aquellas películas sólo puede llamar la atención sobre la degradación de ese género en el cine reciente.
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