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Crítica de Flamenco

Exorcismos de estilo

El personaje que interpreta Guerrero en esta obra baila hasta en posición fetal y hasta al cordón umbilical. Le baila a las mujeres, incluyendo las que lleva dentro. Pero está claro que es la madre la mujer de su vida. Es un espectáculo sombrío, tétrico. Brutal, radical. Baila con rabia, con las vísceras. Desnudo. Un exorcismo. Pero el bailaor jamás pierde la elegancia, el estilo que es su seña de identidad. Permanece en escena durante toda la obra, excepto en el final. Es un auténtico tour de force tanto en lo físico como, sobre todo, en lo emocional. Guerrero es un bailaor total, con una técnica portentosa, que bebe de los clásicos, Antonio, y también de las clásicas, Carmen Amaya, pero que actualiza el legado con naturalidad y, como decía arriba, suma elegancia. En esta obra parecía haberse olvidado de la luz y el colorido que nos encandiló al jurado de las Minas hace unos años y optar por una obra lúgubre, íntima, donde se rompe, donde se enfrenta, como el guerrero que es, a su espejo. "Nunca des la espada a un mal bailarín" aconsejó Sócrates: hemos de concluir que Guerrero es un gladiador.

Pero le ha faltado el coraje de llevar las cosas hasta el final. Los últimos diez minutos son un portento, un derroche de energía y buenas vibraciones. Maravillosos. Pero pertenecen a otra obra. La tragicomedia exige un equilibrio muy sutil que le falta a esta obra. Es ella la que pide terminar 10 minutos antes. Su autor no ha querido dejarnos acongojados y por eso ha optado por la explosión de vida final. Que como digo, pertenece a su próximo montaje, no a éste.

Ésta es una obra de melancolía y muerte, que también son vida. Un exorcismo de los fantasmas de su creador.

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